domingo, 23 de diciembre de 2007

JULIÁN MARÍAS SOBRE EL ABORTO.

LA CUESTIÓN DEL ABORTO.

JULIÁN MARÍAS
LA espinosa cuestión del aborto voluntario se puede plantear de maneras muy diversas. Entre los que consideren la inconveniencia o ilicitud del aborto, el planteamiento más frecuente es el religioso. Pero se suele responder que no se puede imponer a una sociedad entera una moral «particular». Hay otro planteamiento que pretende tener validez universal, y es el científico. Las razones biológicas, concretamente genéticas, se consideran demostrables, concluyentes para cualquiera. Pero sus pruebas no son accesibles a la inmensa mayoría de los hombres y mujeres, que las admiten «por fe»; se entiende, por fe en la ciencia.
Creo que hace falta un planteamiento elemental, accesible a cualquiera, independiente de conocimientos científicos o teológicos, que pocos poseen, de una cuestión tan importante, que afecta a millones de personas y a la posibilidad de vida de millones de niños que nacerán o dejarán de nacer.
Esta visión ha de fundarse en la distinción entre «cosa» y «persona», tal como aparece en el uso de la lengua. Todo el mundo distingue, sin la menor posibilidad de confusión, entre «qué» y «quién», «algo» y «alguien», «nada» y «nadie». Si se oye un gran ruido extraño, me alarmaré y preguntaré: «qué pasa?» o ¿qué es eso?». Pero si oigo unos nudillos que llaman a la puerta, nunca preguntarés «¿qué es», sino «¿quién es?».
Se preguntará qué tiene esto que ver con el aborto. Lo que aquí me interesa es ver en qué consiste, cuál es su realidad. El nacimiento de un niño es una radical «innovación de la realidad»: la aparición de una realidad «nueva». Se dirá que se deriva o viene de sus padres. Sí, de sus padres, de sus abuelos y de todos sus antepasados; y también del oxígeno, el nitrógeno, el hidrógeno, el carbono, el calcio, el fósforo y todos los demás elementos que intervienen en la composición de su organismo. El cuerpo, lo psíquico, hasta el carácter, viene de ahí y no es rigurosamente nuevo.
Diremos que «lo que» el hijo es se deriva de todo eso que he enumerado, es «reductible» a ello. Es una «cosa», ciertamente animada y no inerte, en muchos sentidos «única», pero al fin una cosa. Su destrucción es irreparable, como cuando se rompe una pieza que es ejemplar único. Pero todavía no es esto lo importante.
«Lo que» es el hijo puede reducirse a sus padres y al mundo; pero «el hijo» no es «lo que» es. Es «alguien». No un «qué», sino un «quién», a quien se dice «tú», que dirá en su momento «yo». Y es «irreductible a todo y a todos», desde los elementos químicos hasta sus padres, y a Dios mismo, si pensamos en él. Al decir «yo» se enfrenta con todo el universo. Es un «tercero» absolutamente nuevo, que se añade al padre y a la madre.
Cuando se dice que el feto es «parte» del cuerpo de la madre se dice una insigne falsedad porque no es parte: está «alojado» en ella, implantado en ella (en ella y no meramente en su cuerpo). Una mujer dirá: «estoy embarazada», nunca «mi cuerpo está embarazado». Es un asunto personal por parte de la madre. Una mujer dice: «voy a a tener un niño»; no dice «tengo un tumor».
El niño no nacido aún es una realidad «viniente», que llegará si no lo paramos, si no lo matamos en el camino. Y si se dice que el feto no es un quién porque no tiene una vida personal, habría que decir lo mismo del niño ya nacido durante muchos meses (y del hombre durante el sueño profundo, la anestesia, la arteroesclerosis avanzada, la extrema senilidad, el coma).
A veces se usa una expresión de refinada hipocresía para denominar el aborto provocado: se dice que es la «interrupción del embarazo». Los partidarios de la pena de muerte tienen resueltas sus dificultades. La horca o el garrote pueden llamarse «interrupción de la respiración», y con un par de minutos basta. Cuando se provoca el aborto o se ahorca, se mata a alguien. Y es una hipocresía más considerar que hay diferencia según en qué lugar del camino se encuentre el niño que viene, a qué distancia de semanas o meses del nacimiento va a ser sorprendido por la muerte.
Con frecuencia se afirma la licitud del aborto cuando se juzga que probablemente el que va a nacer (el que iba a nacer) sería anormal física y psíquicamente. Pero esto implica que el que es anormal «no debe vivir», ya que esa condición no es probable, sino segura. Y habría que extender la misma norma al que llega a ser anormal por accidente, enfermedad o vejez. Y si se tiene esa convicción, hay que mantenerla con todas sus consecuencias; otra cosa es actuar como Hamlet en el drama de Shakespeare, que hiere a Polonio con su espada cuando está oculto detrás de la cortina. Hay quienes no se atreven a herir al niño más que cuando está oculto -se pensaría que protegido- en el seno materno.
Y es curioso cómo se prescinde enteramente del padre. Se atribuye la decisión exclusiva a la madre (más adecuado sería hablar de la «hembra embarazada»), sin que el padre tenga nada que decir sobre si se debe matar o no a su hijo. Esto, por supuesto, no se dice, se pasa por alto. Se habla de la «mujer objeto» y ahora se piensa en el «niño tumor», que se puede extirpar como un crecimiento enojoso. Se trata de destruir el carácter personal de lo humano. Por ello se habla del derecho a disponer del propio cuerpo. Pero, aparte de que el niño no es parte del cuerpo de su madre, sino «alguien corporal implantado en la realidad corporal de su madre», ese supuesto derecho no existe. A nadie se le permite la mutilación; los demás, y a última hora el poder público, lo impiden. Y si me quiero tirar desde una ventana, acuden la policía y los bomberos y por la fuerza me lo impiden.
El núcleo de la cuestión es la negación del carácter personal del hombre. Por eso se olvida la paternidad y se reduce la maternidad a soportar un crecimiento intruso, que se puede eliminar. Se descarta todo uso del «quién», de los pronombres tú y yo. Tan pronto como aparecen, toda la construcción elevada para justificar el aborto se desploma como una monstruosidad.¿No se tratará de esto precisamente? ¿No estará en curso un proceso de «despersonalización», es decir, de «deshominización» del hombre y de la mujer, las dos formas irreductibles, mutuamente necesarias, en que se realiza la vida humana? Si las relaciones de maternidad y paternidad quedan abolidas, si la relación entre los padres queda reducida a una mera función biológica sin perduración más allá del acto de generación, sin ninguna significación personal entre las tres personas implicadas, ¿qué queda de humano en todo ello? Y si esto se impone y generaliza, si a finales del siglo XX la Humanidad vive de acuerdo con esos principios, ¿no habrá comprometido, quién sabe hasta cuándo, esa misma condición humana? Por esto me parece que la aceptación social del aborto es, sin excepción, lo más grave que ha acontecido en este siglo que se va acercando a su final.
Vuelto ha publicar el viernes 21-12-07. En ABC, por JULIÁN MARÍAS.

MIGUEL DELIBES SOBRE EL ABORTO.

Aborto libre y progresismo.

POR MIGUEL DELIBES

En estos días en que tan frecuentes son las manifestaciones en favor del aborto libre, me ha llamado la atención un grito que, como una exigencia natural, coreaban las manifestantes: «Nosotras parimos, nosotras decidimos». En principio, la reclamación parece incontestable y así lo sería si lo parido fuese algo inanimado, algo que el día de mañana no pudiese, a su vez, objetar dicha exigencia, esto es, parte interesada, hoy muda, de tan importante decisión. La defensa de la vida suele basarse en todas partes en razones éticas, generalmente de moral religiosa, y lo que se discute en principio es si el feto es o no es un ser portador de derechos y deberes desde el instante de la concepción. Yo creo que esto puede llevarnos a argumentaciones bizantinas a favor y en contra, pero una cosa está clara: el óvulo fecundado es algo vivo, un proyecto de ser, con un código genético propio que con toda probabilidad llegará a serlo del todo si los que ya disponemos de razón no truncamos artificialmente el proceso de viabilidad. De aquí se deduce que el aborto no es matar (parece muy fuerte eso de calificar al abortista de asesino), sino interrumpir vida; no es lo mismo suprimir a una persona hecha y derecha que impedir que un embrión consume su desarrollo por las razones que sea. Lo importante, en este dilema, es que el feto aún carece de voz, pero, como proyecto de persona que es, parece natural que alguien tome su defensa, puesto que es la parte débil del litigio.
La socióloga americana Priscilla Conn, en un interesante ensayo, considera el aborto como un conflicto entre dos valores: santidad y libertad, pero tal vez no sea éste el punto de partida adecuado para plantear el problema. El término santidad parece incluir un componente religioso en la cuestión, pero desde el momento en que no se legisla únicamente para creyentes, convendría buscar otros argumentos ajenos a la noción de pecado. En lo concerniente a la libertad habrá que preguntarse en qué momento hay que reconocer al feto tal derecho y resolver entonces en nombre de qué libertad se le puede negar a un embrión la libertad de nacer. Las partidarias del aborto sin limitaciones piden en todo el mundo libertad para su cuerpo. Eso está muy bien y es de razón siempre que en su uso no haya perjuicio de tercero. Esa misma libertad es la que podría exigir el embrión si dispusiera de voz, aunque en un plano más modesto: la libertad de tener un cuerpo para poder disponer mañana de él con la misma libertad que hoy reclaman sus presuntas y reacias madres. Seguramente el derecho a tener un cuerpo debería ser el que encabezara el más elemental código de derechos humanos, en el que también se incluiría el derecho a disponer de él, pero, naturalmente, subordinándole al otro.Y el caso es que el abortismo ha venido a incluirse entre los postulados de la moderna «progresía». En nuestro tiempo es casi inconcebible un progresista antiabortista. Para estos, todo aquel que se opone al aborto libre es un retrógrado, posición que, como suele decirse, deja a mucha gente, socialmente avanzada, con el culo al aire. Antaño, el progresismo respondía a un esquema muy simple: apoyar al débil, pacifismo y no violencia. Años después, el progresista añadió a este credo la defensa de la Naturaleza. Para el progresista, el débil era el obrero frente al patrono, el niño frente al adulto, el negro frente al blanco. Había que tomar partido por ellos. Para el progresista eran recusables la guerra, la energía nuclear, la pena de muerte, cualquier forma de violencia. En consecuencia, había que oponerse a la carrera de armamentos, a la bomba atómica y al patíbulo. El ideario progresista estaba claro y resultaba bastante sugestivo seguirlo. La vida era lo primero, lo que procedía era procurar mejorar su calidad para los desheredados e indefensos. Había, pues, tarea por delante. Pero surgió el problema del aborto, del aborto en cadena, libre, y con él la polémica sobre si el feto era o no persona, y, ante él, el progresismo vaciló. El embrión era vida, sí, pero no persona, mientras que la presunta madre lo era ya y con capacidad de decisión. No se pensó que la vida del feto estaba más desprotegida que la del obrero o la del negro, quizá porque el embrión carecía de voz y voto, y políticamente era irrelevante. Entonces se empezó a ceder en unos principios que parecían inmutables: la protección del débil y la no violencia. Contra el embrión, una vida desamparada e inerme, podía atentarse impunemente. Nada importaba su debilidad si su eliminación se efectuaba mediante una violencia indolora, científica y esterilizada. Los demás fetos callarían, no podían hacer manifestaciones callejeras, no podían protestar, eran aún más débiles que los más débiles cuyos derechos protegía el progresismo; nadie podía recurrir. Y ante un fenómeno semejante, algunos progresistas se dijeron: esto va contra mi ideología. Si el progresismo no es defender la vida, la más pequeña y menesterosa, contra la agresión social, y precisamente en la era de los anticonceptivos, ¿qué pinto yo aquí? Porque para estos progresistas que aún defienden a los indefensos y rechazan cualquier forma de violencia, esto es, siguen acatando los viejos principios, la náusea se produce igualmente ante una explosión atómica, una cámara de gas o un quirófano esterilizado.

Vuelto a publicar en ABC el 20-12-07

jueves, 20 de diciembre de 2007

UN ORDENADOR EN CADA AULA

Frente a los que piensan que «lograr» que haya un ordenador en cada aula del país es una especie de conquista de la civilización similar al calendario de vacunación o la alfabetización universal, opino que la presencia de los ordenadores en los colegios e institutos debería retrasarse lo más posible. Si les soy sincero, en mi opinión los ordenadores no deberían usarse en el aula nunca. ¿Por qué?


Primero. Porque los niños no necesitan «aprender» a usar un ordenador. Los niños ya saben usar un ordenador, incluso los que no lo han usado nunca. En realidad, lo único que resulta verdaderamente difícil para usar un ordenador a nivel de usuario es escribir a máquina. Por lo demás, para saber usar un ordenador no hay nada que «aprender». Basta con tener dedos en las manos, no tener Parkinson y poder mover el dedo índice de arriba abajo.


Segundo. Porque los ordenadores no son «instrumentos de aprendizaje», por mucho que a algunos les guste pensar que lo son o que pueden serlo. El verdadero aprendizaje es el que se hace de forma oral y proviene de un maestro en una disciplina, sea la historia, el latín, la fisiología o las leyes, y los principales instrumentos de ayuda para este aprendizaje son los libros, siempre han sido los libros y siempre serán los libros. Los libros y las publicaciones periódicas de prestigio, claro está.


Madurez intelectual. Internet (que es, metonímicamente, de lo que estamos hablando realmente al referirnos a los «ordenadores») es, desde el punto de vista académico, una herramienta que nos facilita las cosas porque nos proporciona inmensas cantidades de información de forma instantánea. Pero esa información sólo es útil para aquellos que han alcanzado una madurez intelectual y poseen una formación previa. En ningún caso puede sustituir a las verdaderas fuentes de información que, insistimos, son los libros y las publicaciones periódicas prestigiosas.


Todos sabemos que uno puede fingir que es un experto en cualquier tema con sólo una hora de googlizar. Pero fingir un conocimiento no es lo mismo que poseerlo.


Tercero. Los ordenadores presentan el conocimiento, de forma fragmentaria y arbitraria, bajo la apariencia de trozos iluminados, frecuentemente acompañados de brillantes imágenes, por los que es posible transitar en cualquier dirección. Esta supuesta «libertad» de Internet es una mera apariencia, pero se presta a todo tipo de discursos estupendos donde se defiende la posibilidad de que cada uno cree su propio itinerario «personalizado» o se cantan las alabanzas del pensamiento «no lineal».


Un cierto orden. Pero todo esto no es más que basura. El conocimiento ha de ser «lineal» en el sentido de que para aprender cualquier cosa es necesario seguir un cierto orden y pasar por unas ciertas etapas, del mismo modo que leer una novela quiere decir leerla desde la primera página hasta la última y tal lectura no puede sustituirse por el chapoteo desordenado por una serie de pasajes «destacados» o «significativos». Nuestra vida es lineal porque sucede en el tiempo. La historia es lineal, porque lo que pasó después depende de lo que pasó antes. Es cierto que la vida de la imaginación, la del inconsciente, la de los sueños, no es lineal, pero a los defensores del arte de ratonear no les interesa la imaginación, ni el inconsciente, ni los sueños, y no están hablando de eso.


Muchas veces sucede que cuando creemos estar más allá de algo estamos, en realidad, más acá. En los años sesenta creíamos que una pastilla era algo más moderno que una manzana y que en el año 2007 ya no comeríamos manzanas, sino pastillas. Ahora estamos en el año 2007 y vemos que si hay algo más moderno que una simple manzana, no es precisamene una pastilla, sino una manzana de cultivo ecológico. Es decir, que lo más moderno resulta ser una manzana más antigua.


En las universidades americanas ya no se pide que se hagan trabajos sobre temas, que pueden fabricarse fácilmente picoteando aquí y allá en Internet, sino trabajos dedicados a un solo libro. De este modo, el profesor se asegura de que los alumnos lean, al menos, un libro. Uno solo, pero leído de verdad.


Sucede, pues, con el conocimiento como con los cultivos, y con los libros como con las manzanas.


Publicado en ABCD en 15 al 21 de diciembre. Por Andrés Ibañez.

lunes, 17 de diciembre de 2007

¿Es de izquierdas jugar a la lotería?

La Lotería, un test para las izquierdas

La ecualización democrática determina también la evolución de las izquierdas definidas hacia una izquierda indefinida de carácter ético y agnóstico (laico), orientada a la promoción de los llamados «valores de la izquierda». Sólo que estos valores, expresados en el terreno de la ética -Igualdad, solidaridad, libertad, tolerancia, atención a los ancianos, los niños o los marginados, etc. no son valores específicos de la izquierda; son valores compartidos por el centro y aun por la derecha. Sólo de modo incidental se habla algunas veces de «valores republicanos», incluso por las izquierdas que apoyan la Constitución de 1978, que ampara la Monarquía.

Un test muy significativo para medir el alcance de las diferencias éticas y morales que pretenden las izquierdas mantener frente a la derecha nos lo proporciona la institución de la Lotería. Ruiz Zorrilla había dividido a los españoles en dos clases: los católicos y los ateos, añadiendo, «los católicos creen en Dios, los ateos en la Lotería». Pero la institución de la Lotería ha sido mantenida y promocionada tanto por los gobiernos de izquierda como por los gobiernos de derecha. No hay contradicción alguna en que la derecha defienda la lotería. A fin de cuentas la distribución de los premios recuerda la distribución de la Gracia divina entre los hombres (sobre todo, tal como la entendió Calvino). La desigualdad entre los precisos y los agraciados, ya sea por el premio gordo, o por otros premios menores, ya sea por los dones del Espíritu Santo, es una desigualdad que habrá que explicar por la «voluntad de Dios». Y lo más parecido a esta lógica de la inescrutable Voluntad divina es la lógica del bombo de la lotería.
Pero un socialista o un comunista que busca la igualdad, y aún la igualdad económica ¿cómo puede amparar una institución que, por consenso de todos, se propone precisamente crear por azar la desigualdad más aguda entre los ciudadanos, por un azar que nada tiene que ver con el mérito o con el trabajo?

No deja de ser interesante observar la tendencia de los políticos, y periodistas, sobre todo de izquierdas, a subrayar la idea de que, tras el sorteo, «los premios han sido muy repartidos, y además entre gentes trabajadoras o necesitadas». ¿Acaso no sabe todo el mundo que los agraciados de verdad se mantienen anónimos y que los que salen en los medios, no por ser gente de la calle, dejan de ser agraciados injustamente, en relación con aquellos que siendo todavía más necesitados, porque no han podido siquiera comprar un décimo, no han recibido ningún premio?


Sacado de "El mito de la izquierda" de Gustavo Bueno. p. 276

sábado, 15 de diciembre de 2007

Reducción de la disonancia y conducta racional.

Al referirme a la conducta reductora de disonancia he empleado la palabra «irracional». Con ello quiero decir que es a menudo una conducta inadaptada, y puede impedir que una persona aprenda hechos importantes o descubra verdaderas soluciones a sus problemas. Por otra parte, sirve efectivamente a un propósito: la conducta reductora de disonancia defiende al yo; reduciendo la disonancia mantenemos una imagen positiva de nosotros mismos, una imagen donde somos buenos, listos o valiosos. Aunque esta conducta defensiva del yo puede considerarse útil, puede también tener consecuencias desastrosas. En el laboratorio, la Irracionalidad de la conducta reductora de la disonancia ha sido demostrada ampliamente en diversos experimentos. Un ejemplo especialmente interesante lo proporciona un estudio hecho por Edward Jones y Rika Kohler. Estos investigadores seleccionaron individuos profundamente comprometidos con una posición en el asunto de la segregación racial; algunos favorecían la segregación y otros se oponían a ella. Se les permitió entonces que leyesen una serie de argumentos a favor y en contra. Algunos de esos razonamientos eran extremadamente inteligentes y plausibles; otros eran tan poco sensatos que lindaban con lo ridículo, Jones y Kohler estaban interesados en determinar qué argumentos recordarían mejor esas personas. Si los individuos fuesen puramente racionales, podríamos esperar que recordasen los argumentos plausibles mejor y los menos plausibles peor: ¿por qué diablos querría una persona conservar argumentos en la cabeza? Por consiguiente, el hombre racional conservaría y recordaría todos los argumentos sensatos, descartando al mismo tiempo todos los argumentos ridículos. ¿Qué predice la teoría de la disonancia cognitiva? Es reconfortante tener a todos los sabios de nuestro lado y a todos los locos en el lado opuesto: cuando una persona lee o escucha un argumento estúpido favorable a su propia posición experimenta cierta disonancia, porque la necedad del argumento provoca ciertas dudas sobre lo sabio de su posición o sobre la inteligencia de las personas que coinciden con ella. De modo semejante, siempre que escucha un argumento plausible de signo contrario experimenta también cierta disonancia, porque sugiere la posibilidad de que el otro bando esté quizá en lo cierto. Puesto que esos argumentos provocan disonancia, intentará no pensar en ellos, es decir: puede no captarlos bien, o simplemente olvidarlos. Fue exactamente esto lo que Jones y Kohier descubrieron. Sus sujetos no recordaban de un modo racional-funcional. Tendían a recordar los argumentos sensatos conformes con su propia posición y los argumentos insensatos acordes con la posición opuesta.

Del capítulo “Autojustificación” de “El animal social” de Aronson. p. 150

viernes, 14 de diciembre de 2007

LA UNIVERSALIDAD DEL DEBER

Creo que no conoces el crimen del Rey David que cuenta la Biblia. David era rey de Israel. Su pueblo estaba en guerra contra otros pueblos vecinos. Mas como siendo rey se puede atender a otras cosas además de hacer la guerra, el rey David se enamoró. ¿Y quién crees que fue la afortunada? La esposa de Urías, el hitita, uno de sus soldados. Y si ya es delicado problema poner los ojos en una mujer casada, el asunto llega a ser peliagudo si pones algo más que los ojos. Y algo más debió poner, en este caso, porque ella se quedó embarazada.
Pero como para los reyes absolutos de entonces todo tenía solución, a David pronto se le ocurrió una. Aprovechando que el marido, Urías, era su soldado y estaba a sus órdenes, le adjudicó un puesto en la zona más peligrosa del campo de batalla. El resultado lo puedes imaginar: "dead in combat". ¡Qué listo eres, chaval! Tras su muerte, el Rey David consiguió llevarse la mujer a su palacio y hacerla su esposa. Bueno, una vez pasados los días del luto, que siempre es bueno guardar las formas...
Como puedes suponer, a Dios no le gustó nada semejante conducta y mandó a su profeta Natán para que le reprochara el crimen.
También es peliagudo tener que decirle a un rey que ha actuado mal. ¿No te parece? Natán no abordó el asunto directamente. ¿Qué podía hacer el profeta para que el propio David viera su pecado? Aprovechando que el deber es algo universal y que si obliga a uno obliga a todos, a Natán se le ocurrió la siguiente historia, que con mucho detalle le relató al rey: "Había dos hombres en una ciudad, uno rico y otro pobre. El rico tenía ovejas y bueyes en gran abundancia. El pobre no tenía más que una corderilla, a la que quería con locura. Llegó, un día, un visitante a la casa del rico y éste, y con el fin de darle bien de comer, en lugar de sacrificar a uno de los corderos de su rebaño, se aprovechó de su poder, mató y cocinó para él la única corderilla que el pobre poseía".
El Rey David, que estaba escuchando la historia, se encendió de ira: "El hombre que hizo eso merece la muerte", exclamó.
"Abre los ojos, tú eres ese hombre" le dijo el profeta. "Dios te ha hecho rey, te ha dado grandes riquezas, hubieras podido tener la mujer que hubieras querido... y tú hiciste que mataran a Urías para quitarle su esposa, como aquel de la historia que robó la única corderilla que su vecino tenía".
David reconoció su pecado inmediatamente. ¿Por qué? ¿Por qué no pudo defenderse ante la acusación de Natán? Porque el propio rey ya había desaprobado su crimen al censurar la acción del hombre rico de la historia. David, enfadándose contra el ladrón del cuento de Natán, estaba, en realidad, reprobándose a sí mismo.
¿Cuál es la clave aquí? ¿Cuál es la conclusión de todo esto? El deber moral es algo universal. Si una norma moral obliga, obliga a todos. La que rige para ti, rige por igual para cualquiera. Lo que yo no debo hacer, no debe hacerlo nadie en similar situación. Y en el caso de la historia, si no se debe utilizar el poder para aprovecharse de los más débiles, tan mal está que lo haga un rico como que lo haga un rey.
Fragmento del capítulo de "El deber" de "Ética para jóvenes".

jueves, 6 de diciembre de 2007

DISONANCIA COGNITIVA de L. Festinger

El tipo de procesos que hemos estado analizando aquí ha sido incluido dentro de una teoría de la cognición humana por Leon Festinger bajo el nombre de teoría de la disonancia cognitiva. Dentro de las teorías es algo notablemente simple, pero -como veremos- el campo de su aplicación es enorme. Analizaremos, en primer lugar los aspectos formales de la teoría y luego pasaremos a sus ramificaciones. Básicamente, la disonancia cognitiva es un estado de tensión que se produce cuando un individuo mantiene simultáneamente dos cogniciones o certezas (ideas, actitudes creencias, opiniones) psicológicamente incompatibles. Dicho de otro modo, dos cogniciones son disonantes si, considerándolas aisladamente, la opuesta a una sigue a la otra.
Puesto que la producción de una disonancia cognitiva es desagradable, las gentes se ven impulsadas a reducirla; esto es, a grandes rasgos, análogo a los procesos implicados en la inducción y reducción de impulsos como el hambre o la sed, excepto que aquí la fuerza impulsora procede de la incomodidad cognitiva más que de necesidades fisiológicas. Mantener dos ideas que se contradicen es jugar con el absurdo, y según observó Albert Camus, -el filósofo existencialista- el hombre es una criatura que se afana toda la vida intentando convencerse de que su existencia no es absurda. ¿Cómo nos convencemos de que nuestras vidas no son absurdas? Es decir, ¿cómo reducirnos la disonancia cognitiva? Cambiando una o ambas de las cogniciones o certezas para hacerlas más compatibles (más consonantes) entre sí, o añadiendo nuevas condiciones que ayuden a tender un puente entre las originales. Citaré un ejemplo que es casi demasiado familiar para muchas personas. Supongamos que una persona que fuma habitualmente lee un informe de datos médicos relacionando el uso de cigarrillos con el cáncer de pulmón y otras enfermedades respiratorias. El fumador experimenta entonces una disonancia. Su certeza “fumo cigarrillos” es disonante con su certeza “fumar cigarrillos produce cáncer". Sin duda, el modo más eficaz de reducir la disonancia en una situación semejante es abandonar el tabaco. La certeza «fumar cigarrillos produce cáncer» es consonante con la certeza «yo no fumo». Pero para la mayor parte de las personas no es cosa fácil abandonar el tabaco. Imaginemos a Sally, una chica joven que intentó dejar de fumar pero fracasó. ¿Qué hará para reducir la disonancia? Con toda probabilidad intentar modificar la otra certeza: «fumar cigarrillos produce cáncer». Sally puede atenuar los datos que vinculan el tabaco con el cáncer. Por ejemplo, puede intentar convencerse de que las pruebas empírica no son concluyentes. Además, puede que busque personas inteligentes que fuman y, al hallarlas, convencerse de que si Debbie, Nicol y Larry fuman, no puede ser tan peligroso. O quizá se cambie a un marca con filtro y se engañe creyendo que el filtro elimina los materiales productores del cáncer. Por último, puede añadir convicciones que son consonantes con el tabaco en un intento de hacer que su conducta sea menos absurda a pesar de su peligrosidad. De ese modo puede incrementar el valor de fumar; es decir, puede llegar creer que fumar es una actividad importante y muy agradable, esencial para su serenidad: “Mi vida puede ser más corta, pero será más grata.” De modo similar, puede efectivamente hacer una virtud, de hecho de fumar tabaco desarrollando una imagen romántica y arriesgada de sí mismo, jugando con el peligro al fumar un cigarrillo Toda esta conducta reduce la disonancia al reducir lo absurdo de caminar voluntariamente en dirección al cáncer. Sally justifica su conducta minimizando cognitivamente el peligro o exagerando la importancia de la acción. En efecto, Sally ha conseguido construirse una actitud o cambiar una actitud existente.
Poco tiempo después de la gran publicidad que rodeó en 1964 al informe inicial del ministerio de sanidad, se realizó un estudio para analizar las reacciones de las personas ante la nueva evidencia de que fumar facilitaba la aparición del cáncer. Los no fumadores sobrestimaban el informe, sólo un diez por ciento de ellos afirmaban que no se había probado la relación entre el fumar y el cáncer; este tipo de encuestados no tenían motivos para desconfiar del informe. Los fumadores se enfrentaban a un dilema mayor. El fumar es un habito difícil de dejar; sólo un nueve por ciento de los fumadores han sido capaces de abandonarlo. Para justificar su permanencia en el hábito, los fumadores tendían a desacreditar el informe. Resultaban ser más proclives a negar la evidencia: un 40 por ciento de los grandes fumadores contestaban que no se había demostrado aquella relación. También tendían más a emplear racionalizaciones: El doble de fumadores con respecto a los no fumadores coincidían en decir que había muchos avatares en la vida y que había cancerosos tanto entre los fumadores como entre los no fumadores.
Los fumadores que sean claramente conscientes de los peligros para la salud asociados con fumar pueden además reducir su disonancia de otra forma: minimizando el grado de su hábito. En un estudio reciente se encontró que de entre 155 fumadores, que fumaban entre una y dos cajetillas por día, un 60 por ciento se consideraban fumadores moderados; el otro 40 por ciento consideraban que fumaban en exceso. ¿Cómo podemos explicar estas diferencias en la autopercepción? No hay que extrañarse: quienes se decían “moderados” eran más conscientes de los efectos patológicos a largo plazo derivados del fumar que quienes se consideraban intensos fumadores. Es decir, ese grupo particular de fumadores en apariencia reducía su disonancia convenciéndose de que en realidad no es fumar mucho consumir uno o dos paquetes diarios. «Moderado» y «excesivo» son, después de todo, términos subjetivos.
Imaginemos a una adolescente que no ha empezado todavía a fumar. Tras leer el informe del ministro de Sanidad, ¿lo creerá? Desde luego. Las pruebas son objetivamente razonables, la fuente es experta y fidedigna; no hay razón para dejar de creerlo. Y éste es el quid del asunto: antes indiqué que las personas quieren estar en lo cierto, y que los valores y creencias se interiorizan cuando parecen ser correctos. Este deseo de estar en lo cierto es lo que lleva a las personas a poner mucha atención en todo cuanto hacen los otros y a seguir los consejos de comunicantes expertos y fidedignos. Conducta que es extremadamente racional. Sin embargo, hay fuerzas que pueden actuar contra esta conducta racional. La teoría de la disonancia cognitiva no presenta a las personas como seres racionales, sino como racionalizadores. De acuerdo con las hipótesis subyacentes a la teoría, la motivación de los hombres no es tanto estar en lo cierto como creer que estamos en lo cierto (y que somos inteligentes, decentes y buenos). A veces, el impulso de una persona a estar en lo cierto y su impulso a creer que está en lo cierto funcionan en la misma dirección. Esto es lo que sucede con la jovencita que no fuma y que por lo tanto, no tiene dificultades en aceptar la conexión entre el tabaco y el cáncer de pulmón. Cosa que sería también cierta para un fumador que al conocer las pruebas del vínculo entre el cáncer de pulmón y el tabaco consigue dejar de fumar. Sin embargo, la necesidad de reducir la disonancia (la necesidad de convencerse a uno mismo de que está en lo cierto) lleva a veces a una conducta inadaptada y, por consiguiente, irracional. Por ejemplo, algunos psicólogos dedicados a ayudar a las personas para que abandonen el tabaco han señalado con frecuencia que quienes intentan dejarlo y fracasan llegan a desarrollar con el tiempo una actitud más débil hacía los peligros del tabaco que quienes no han hecho todavía un esfuerzo serio por abandonarlo. ¿Por qué ocurrirá ese cambio de disposición?; si una persona se compromete seriamente con una línea de acción, corno es la de abandonar el tabaco, y luego falla en mantener su compromiso, pone en peligro su propia valoración como individuo fuerte y con autodominio. Evidentemente, esa situación genera disonancia. Una forma de reducir tal disonancia y recuperar un saludable concepto de sí -ya que no unos pulmones saludables- es la de menospreciar el compromiso mediante la percepción del hecho de fumar como algo poco peligroso. Un estudio del proceso seguido por 135 estudiantes, que tomaron la resolución de dejar de fumar, apoya nuestra observación. (...)

Existen en este texto algunas notas al pie que han sido eliminadas.

Fragmento del capítulo "Autojustificación" del libro "El animal social" de Aronson.

martes, 4 de diciembre de 2007

CONSERVADORES Y PROGRESISTAS

En España, desde que comenzó la democracia con la Constitución de 1978, las Cortes Generales han estado dominadas por dos grandes partidos. Uno, que podríamos llamar, simplificando en exceso, conservador o de derechas, y otro, progresista o de izquierdas.
Entender esta denominación quizá te dé una clave para comprender un poco más lo que ocurre en la política actual.
Los partidos conservadores suelen fijarse en los logros que la sociedad ha conseguido a lo largo de la historia. Valoran lo que de bueno tiene el presente orden social. Les parece una conquista difícil y dudan de que por el mero hecho de disfrutarlo hoy esté garantizado que seguiremos disfrutándolo el día de mañana. Su preocupación principal es conservar lo bueno que las anteriores generaciones nos han legado. Por eso se llaman "conservadores". Ponen la vista en lo conseguido, y como no lo dan por supuesto, su afán principal es que no se pierda, que no se destruya.
Los partidos progresistas da la impresión que hacen lo contrario. No valoran demasiado lo bueno que tiene esta sociedad. Les parece injusta, incompleta. Se fijan en lo que le falta para ser una sociedad perfecta, en lo que no les gusta como está y debería ser cambiado. No creen que la sociedad pueda retroceder a mayores niveles de injusticia. Los partidos progresistas quieren el cambio, pensando que siempre será a mejor.
¿Te das cuenta lo diferentes que son sus respectivas miradas? Unos ven los aspectos positivos y luchan por conservarlos. Los otros perciben lo malo y se esfuerzan por acabar con ello.
El temor del conservador es perder lo conseguido y empeorar. El temor del progresista es quedarse anclado en esta sociedad imperfecta y no mejorar.
No es que unos sean buenos y otros sean malos. Es que cada uno mira el mundo desde un deseo diferente. Por esa razón suelen caer en dos errores bien distintos.
Los progresistas les reprochan a sus contrincantes ser productores y cómplices de un orden social injusto. Según aquellos, los conservadores defienden las injusticias existentes porque de esa manera mantienen sus privilegios de siempre. Hay que reconocer que algunas veces, incluso muchas, estas críticas son acertadas.
¿Qué le reprocha la derecha a los partidos de izquierdas? Que con la excusa de hacer un mundo mejor, lo que quieren es obtener beneficios para sí mismos. “Quítate tú que me pongo yo”. Y que con el cacareado deseo de mejorar las cosas, en no escasas ocasiones acaban llevándonos a situaciones peores. Como te acabo de señalar, hay que reconocer que en numerosas ocasiones estas críticas son correctas.
Ortega, un célebre filósofo español, decía el siglo pasado: "Es triste observar a lo largo de la historia la incapacidad de las sociedades humanas para reformarse. Triunfa en ellas o la terquedad conservadora o la irresponsabilidad y ligereza revolucionarias. Muy pocas veces se impone el sentido de la reforma a punto, que corrige la tradición sin desarticularla, poniendo al día los instrumentos y las instituciones".
Eso es lo que habría que hacer: las reformas justas.
Sin caer en un inmovilismo que perpetúe lo malo o en un cambio alocado y "visionario" que pueda destruir lo bueno.
Ortega da en el clavo: Corregir la tradición sin desarticularla.
Sacado de "Ética para jóvenes" de Marcos Román.

IZQUIERDA Y DERECHA EN JULIÁN MARÍAS

Más inmediata gravedad tiene el rebrote de la dicotomía “derecha e izquierda”, que parecía en camino de superación. El motor principal es la pereza, la resistencia al esfuerzo que reclama el inventar algo más interesante y discreto. Muchos sienten prisa por recostarse sobre lo ya viejo y ensayado –y fracasado-, y los demás quieren a todo trance “reducir” a lo ya visto todo lo que significa alguna originalidad. Me he preguntado en otras ocasiones a qué se debe la larga vigencia de estas nociones, tan externas y azarosas, tan mecánicas, y por otra parte en qué consisten profundamente esas actitudes. La justificación histórica de la “derecha”, su lado positivo, es su sentido conservador, es decir, la creencia de que lo que existe, existe por algo, y por lo menos ha mostrado condiciones de viabilidad; el no estar dispuesto a lanzarlo todo por la borda, con cualquier motivo; y hacer las reformas partiendo de un torso que no se pone en cuestión. Pero el otro lado es claramente negativo. Lo vi con nitidez al considerar la figura del Comendador, en el Tenorio de Zorrilla, que sin duda pensó en su padre, magistrado absolutista a quien respetó y quiso mucho, pero a quien temió considerablemente y con el que no se entendió nunca. Era un hombre no exento de virtudes, pero de feroz insolidaridad. Cuando Don Juan le pide al Comendador que lo perdone y lo acepte como esposo de Doña Inés, Don Gonzalo no escucha, no cree en el arrepentimiento; y cuando Don Juan le advierte que va a perder hasta la esperanza de su salvación, le contesta con los dos versos más feroces, implacables y pétreos que se han escrito en nuestra lengua:

¿Y qué tengo yo, Don Juan, con tu salvación que ver?

¿Qué tengo yo que ver con tu hambre, con tus inquietudes, con tus dudas, con tus afanes, con tus diferencias?
En cuanto a la «izquierda», es el reverso de la medalla; su motor positivo es la pretensión de «solidaridad»; el hombre de izquierda siente que todo «va con él», que tiene que arreglarlo y remediarlo, principalmente si se refiere a los oprimidos o desposeídos; es un impulso de generosidad, de intervención, de proselitismo. El lado negativo es el frecuente utopismo, la predilección por el lejano -cuanto más remoto y desconocido, mejor- más que por el próximo, es decir, el prójimo; el deseo de «irritar», la irresponsabilidad, la afición al cambio por sí mismo, sin estar seguro de que sea para mejor, la propensión a destruir la casa para edificarla de nuevo según principios abstractos.

Ambos esquemas parecían hace ya mucho tiempo anticuados, extemporáneos, incapaces de suscitar esperanza. Pero no se debe desconocer la pereza imaginativa del hombre, la resistencia a pensar, la propensión a «volver». Y hay además los intereses acumulados que están en juego, lo que podríamos llamar las considerables inversiones hechas bajo los dos rótulos «izquierda» y «derecha», que no se quieren perder. En esto consiste la principal amenaza que el espíritu innovador encuentra, en constante riesgo de recaída.

p. 389 de “España Inteligible”. Julián Marías.

sábado, 1 de diciembre de 2007

Hablar contra uno mismo

En el experimento presentamos a nuestros sujetos un recorte de periódico con una entrevista a Joe «The Shoulder» Napolitano, que fue identificado justamente como lo he hecho aquí (como un mafioso criminal). En una de las situaciones experimentales, Joe pedía tribunales más severos y sentencias más duras; en otra, que los tribunales fueran más benignos y las sentencias menos severas. También preparamos un grupo paralelo de situaciones donde se atribuían las mismas declaraciones a un respetado funcionario público. Cuando Joe pedía tribunales más benignos, fue totalmente ineficaz; de hecho, hizo que las opiniones de los sujetos cambiaran levemente en dirección opuesta. Pero cuando solicitaba tribunales más estrictos y poderosos, su eficacia era grande, tanto como la del respetado funcionario público cuando expuso su argumentación. Este estudio demuestra que Aristóteles no estaba completamente en lo cierto; un comunicante puede no ser atractivo, puede ser una persona inmoral y, sin embargo, seguir siendo eficaz, mientras esté claro que nada puede ganar (y quizá pueda perder algo) persuadiendo al público. ¿Por qué resultó tan efectivo en nuestro experimento Joe “The Shoulder”? Veámoslo con atención. La mayoría de las personas no se extrañarán al escuchar a un condenado reconocido argumentar a favor de un sistema más blando de justicia criminal. El conocimiento que tiene la gente del escenario de la criminalidad y su propio interés les hace esperar un mensaje de tal estilo. Si, por contra, reciben un tipo de comunicación divergente entonces sus expectativas no se confirman. Para resolver esa contradicción, la audiencia puede concluir que el condenado se ha reformado, o bien puede sospechar que el criminal está sometido a algún tipo de presión para hacer declaraciones contrarias a la delincuencia. En ausencia de evidencia para apoyar tales suposiciones, se hacen más razonables otras explicaciones: puede ocurrir que la verdad del asunto sea tan evidente que, aunque en apariencia contradiga su ambiente y su autointerés, quien habla crea sinceramente en la posición que defiende, Reconsideremos el incidente de los «no-violentos» de Austin, y recordemos la controversia que rodea al endurecimiento de las normas contra las manifestaciones. Cuando la policía, a quien se supone que le disgustan las protestas y de quien se espera que se oponga a la manifestación, testificó a favor de permitir la concentración, su opinión resultó muy influyente.
Fragmento del capítulo "Comunicación de masas, propaganda y persuasión" del libro de ARONSON: "El animal social".

LO QUE HIZO LA LOGSE

El primer día que lo colgué el texto era fruto de un "escaneado" precipitado. Ahora está ya corregido.
LA LOGSE.
La Ley de Ordenación General del Sistema Educativo, de 3 de octubre de 1990, era la culminación de toda la política educativa socialista y se proponía llevar a cabo un cambio radical en la enseñanza española. No tanto mejorarla, como tal enseñanza, sino a través de ella operar una verdadera transformación social, poniendo sus particulares creencias por encima de la armonización democrática de distintas concepciones de la organización social y de la vida. Fue la ley de un partido bifronte que con una mano quiso construir un sistema educativo socialista para una sociedad que, con la otra mano, el mismo partido dirigía al capitalismo más desvergonzado. Se trataba de una auténtica Nueva Planta en la que se cambiaba todo: la estructura del sistema educativo, los tipos de centros, las pedagogías, las materias y las políticas aplicables a los profesores. Si hasta entonces había una enseñanza básica de tipo comprensivo, todos juntos, hasta los catorce años, para pasar luego a la Formación Profesional o al Bachillerato, como vías diferenciadas, la LOGSE prolongó la obligatoriedad y la comprensividad -impidiendo la elección- hasta los dieciséis, dejando el bachillerato posterior en "bachilleratito" de dos años; el más corto de Europa. Los institutos de BUP y COU y los de Formación Profesional se unificaron, como sus cuerpos de profesores, y se incorporó a ellos a los niños de 12 años que antes estaban en los colegios de EGB, que además no llegaron solos, sino con los mismos maestros que ya les impartían ese ciclo superior de EGB en sus colegios, con lo que dejaron de percibir el cambio de centro, de etapa y de modelo de trabajo. Los institutos pasaban así a convertirse en extensiones de las escuelas. En el mismo sentido se transformaron las pedagogías, instaurándose una dictadura del pedagogismo que arrinconó los conocimientos, burocratizó hasta el ridículo, puso el control ideológico en manos de los nuevos pedagogos no profesores, limitó las exigencias y las repeticiones de curso (hasta crear la figura del alumno "PIL": promociona por imperativo legal), incompatibles con la necesidad de mantener juntos a los alumnos sin posibilidad de diferenciarse, aligeró la noción misma del examen, eliminó los de septiembre y envió a los inspectores, nombrados a dedo en muchos casos por adhesión política, a recomendar que no se suspendiera más allá de un determinado porcentaje que se consideraba el razonable por la ciencia pedagógica, so pena de tener que justificar con informes exhaustivos por qué se cometía semejante atentado contra la juventud. Las asignaturas dejaron de serio para convertirse en meras áreas divulgativas, disminuyendo las horas de las materias fundamentales para implantar optativas, talleres y mafias varias. Y, por último, se eliminaron los cuerpos de profesores constituidos por el principio de mérito, se destruyó la unidad de los claustros, a los que se despojó de la capacidad decisoria para entregarla a los consejos escolares, y se pusieron todas las políticas profesionales en manos de los sindicatos, preocupados de su prevalencia en el sistema y de favorecer a los suyos, sustituyendo el saber y el estudio por el número y la capacidad de presión como referentes para el ascenso profesional. Y algo parecido ocurrió en la enseñanza primaria, donde el pedagogismo se impuso apoyado en hábiles políticas que hicieron creer a muchos maestros en su condición mesiánica, y donde aquellos que aún representaban la fe en el conocimiento, en que su trabajo era el cimiento de todo lo que venía después, fueron estigmatizados como anacrónicos y caducos.
Estas, no se engañen, son algunas de las verdades de la educación que el ruido mediático y el "agit-prop" sindical se encargan de mantener ocultas. Los profesores que hoy aún pretenden enseñar, los que a trancas y barrancas acuden cada día a su trabajo dispuestos a no ceder, se encuentran con el recelo de las familias, el abandono de una administración sólo preocupada por las estadísticas y la prensa, los tejemanejes profesionales, y el rechazo de aquellos chicos que los ven más como sus carceleros que como copartícipes de un sistema desgraciado que obliga a ambos a lo que no quieren. Y, en fin, con la más absoluta ignorancia social sobre las verdaderas condiciones en que se desarrolla la que antaño fuera considerada trascendental tarea.
Epígrafe de la introducción del libro "La enseñanza destruida" de Javier Orrico. p. 17-19