miércoles, 9 de abril de 2008

ELEGIR LO CONTINGENTE

Sólo es feliz aquel que cada día
puede en calma decir: Hoy he vivido.
Que nuble el cielo Júpiter mañana
o lo esclarezca con el sol más vivo,
nunca podrá su mente poderosa
hacer que, lo que fue, ya no haya sido,
ni logrará que no esté ya acabado
lo que colmó el momento fugitivo.

Horacio, Lib. 111, oda 29

Los humanos estamos enfermos de énfasis. O quizá no propiamente enfermos sino sólo convalecientes, porque el afán enfático es algo así como un último y recurrente acceso febril que padecemos a consecuencia de largas dolencias dogmáticas anteriores: las religiones de lo absoluto, la absolutización religiosa de proyectos sociales o fórmulas científicas (las cuales al absolutizarse dejan de serio y se convierten en encantamientos). Despertamos de las religiones, descreemos de los dogmas pero no perdemos su énfasis, la nostalgia lacerante de su énfasis. El énfasis: la valoración hiperbólico de lo contingente, es decir, la magnificación arrebatada de aquello que puede ser o no ser. No entronizamos lo falso o lo insolvente, sino que convertimos en falso e insolvente aquello que entronizamos... por el hecho mismo de empeñarnos en entronizarle sin reserva ni remedio.
El énfasis distorsiona por exceso de intensidad: anula las proporciones, desvirtúa la escala humana
corno los espejos que en algunas barracas de las ferias distorsionan grotescamente la imagen que a la vez reflejan y pervierten. Lo que muestran tales espejos guarda un parecido suficientemente compro metedor con el modelo que replican, pero engañan respecto a su armonía morfológica y sus magnitudes topológicas: lo hacen a la vez reconocible e irreconocible. Lo conocemos pero de un modo tan enfático y engrandecedor que ya no podemos estar seguros de saber lo qué es... Lo antes familiar rompe allí su parentesco con nosotros, se agiganta para esclavizarmos o nos decepciona radicalmente cuando su gigantismo termina revelándose como efecto óptico. Primero apreciamos la absolutización de lo contingente, después -si nos vemos obligados por el trauma de lo real a corregir la falsa perspectiva lo despreciamos por no haber sabido responder a nuestra espera enfática de absoluto. Y repetimos la queja de Macheth contra el demonio al comprobar que nunca debió prestar credulidad enfática literal a sus vaticinios de que el bosque de Birnan subiría a la alta colina de Dunsinane, o de que hay hombres que no nacieron de su madre: también nosotros estamos dispuestos a proclamar que el diablo «miente diciendo palabras verdaderas». Ese demonio tan poco fiable que nos desconsuela es el genio maligno del énfasis desaforado.
Se acusa a nuestra época de ser incurablemente «trivial». Pero por tal trivialidad suele entenderse aquello que decepciona inmediatamente la urgencia del empeño enfatizador. Cuesta reconocer a los enfáticos que la trivialidad que se resiste a ser absolutizada es sin duda lo menos trivial de todo, aquello que guarda mejor sus proporciones. La auténtica trivialidad morbosa es convertir en necesario lo contingente, hipertrofiar como trascendental aquello cuyo encanto y significado estriba precisamente en permanecer inmanente. Lo trivial es la necesidad de poner mayúscula a todo lo que sin ella, en su brevedad efímera y conmovedora, debería suscitar tanto más nuestro aprecio y nuestro respeto: trivializando el amor en Amor, la justicia en Justicia, la democracia en Democracia, las libertades en Libertad, lo natural en Naturaleza y lo humano en Humanidad. Si nuestra época escéptica y apresurada retrocede ante las mayúsculas, bendita sea al menos por ello. Pero dudo que eso ocurra, porque aún vemos en todos los campos -políticos, sociales, artísticos, religiosos...- un afán de énfasis distorsionador capaz eventualmente de convertir en monstruoso lo hogareño y en peligroso lo útil, como sucede en esas películas en las que una arañita, una hermosa mujer o un niño se agigantan hasta transformarse en factores incontrolablemente catastróficos. Yo podría aceptar el retorno posmoderno y razonablemente debilitado de los viejos dogmas eclesiales si viese que Dios se escribe ahora con minúscula... e incluso en plural. Lo cual aún no sucede. Imponer por doquiera el énfasis se argumenta como una búsqueda de sentido para la vida o, si se prefiere así, de Sentido. Nuestros actos, nuestras instituciones, nuestros afectos tienen evidentemente sentido pero sólo un sentido contingente, como nosotros mismos. Ese sentido, concedido por lo cotidiano que apetecernos y buscamos, se nos parece demasiado para resultamos plenamente satisfactorio. Ambicionamos que los sentidos minúsculos de las cosas y gestos contingentes desemboquen en un Sentido mayúsculo, inapelable y necesario. Es decir, llegar por la vía de los sentidos contingentes y desdeñándolos hasta un Sentido superior, eterno y necesario, que esté más allá de toda contingencia y nos rescate de ella. Como tal Sentido nunca acaba de llegar (y cuando parece haber llegado se disipa en abrumadora devastación), proclamarnos absurda y vacía la existencia. Odo Marquard ha escrito muy bien, con lúcida ironía, sobre esa imposibilidad de despedimos con alivio de lo sensacional, del sentido sensacional y de la falta no menos sensacional de sentido, que emponzoña nuestras actividades y nuestros goces. Quien padece ese afán, dice Marquard, «no quiere leer, sino que quiere sentido, no quiere escribir, sino que quiere sentido, tampoco quiere trabajar, sino que quiere sentido, ni quiere holgazanear, sino que quiere sentido, ni quiere amar, sino que quiere sentido, ni quiere ayudar, sino que quiere sentido, no quiere cumplir obligaciones, sino que quiere sentido... 1... 1 no quiere familia, sino sentido, no quiere Estado, sino sentido, no quiere arte, sino sentido, no quiere economía, sino sentido, no quiere ciencia, sino sentido, no quiere compasión, sino sentido, etc. ». Y precisamente de ese modo se boicotean todas las cosas que aportan sentido limitado pero auténtico a la vida, se imposibilita su disfrute y su mejora en el turbio anhelo de un Sentido mayúsculo, sin mediaciones, que es incompatible con nuestra contingencia. La bulimia enfática de sentido convierte en sinsentido y en ceniza desdeñable el tejido mismo de lo que constituye nuestra tarea vital. Nos sentimos desdichadamente insignificantes porque transcurrimos entre significados provisionales ni más ni menos perecederos pero tan reales como nosotros mismos. Esta ansia se pretende sublime y en verdad es profundamente trivial, radicalmente trivializadora. No nos libra de ninguno de los males que nos corresponden y enturbia los bienes que podemos alcanzar. Por eso dice Marquard que deberíamos practicar una dietética del sentido y hacer una cura de adelgazamiento del énfasis... En términos filosóficos más clásicos y menos irónicos, esa dietética se resuelve en una ética y una estética de la contingencia. No meramente resignadas ante lo contingente, sino inspiradas por su transitoriedad y su incertidumbre. Santo Tomás dijo que «contingente» es lo que puede ser y también no ser, es decir, lo que eventualmente existe aunque sin ser necesariamente. Sin embargo, lo que es, en cuanto que es, pertenece imborrablemente a la existencia: podrá dejar de ser pero nunca dejará de haber sido. Su fragilidad perpetuamente amenazada, que en nada se funda ni nada justifica con plenitud de necesidad, desafía con su «ahora sí», con su «aún sí», a la nebulosa infinitud temporal que la precede y que la sigue. Ahora somos, ahora se da cuanto nos corresponde e importa, y ningún absoluto es más invulnerable que nuestra transitoria invulnerabilidad. La oda de Horacio que sirve de epígrafe a estas páginas expresa con poética concisión este profundo concepto. Sobre ello tienen que versar ética y estética, a partir de que bueno es lo que nos conviene en su contingencia y bello es la consideración gozosa de lo que manifiesta su contingencia. Ni una ni otra responden al criterio de lo absoluto pero tampoco renuncian absolutamente a proponer criterios que mantengan su razón perecedera como si mereciese no perecer. Y no pretenden poseer (ni se desesperan por no poseer) un Sentido mayúsculo, que supere y desdeñe todas las mediaciones tentativas que conocemos, sino que juegan a partir del entrecruzamiento de los múltiples sentidos que orientan nuestras actividades y configuran nuestra visión vital.
Lo contingente no es una lacra en el empeño ético y estético, sino su condición inexcusable. En ambas categoi4as básicas, la de lo bueno y la de lo bello, se incluyen la exaltación que celebra y el proyecto afanoso de conservar. Pero sólo puede celebrarse lo que llega a ser de modo admirable pudiendo no haber sido así: es absurdo celebrar lo que es cuando lo es de modo irremediable. Y ¿quién va a proponerse seriamente «conservar» lo eterno? Sólo intentamos conservar lo que podemos perder. De igual modo funciona el amor, máxima celebración de la existencia de aquello que apreciamos como conveniente y que puede desaparecer o no advenir. Siempre me ha resultado incomprensible hablar de un «amor» a Dios, porque lo necesario y eterno puede ser considerado terrible o venerado como sublime, aceptado con resignación o confianza... pero nunca verdaderamente «amado». Suponer lo contrario es blasfemar contra el verdadero amor, que se aferra con determinación temblorosa a lo que puede desvanecerse. Por tanto es lógico que quien se sabe mortal ame la vida: porque le ha llegado azarosamente y porque va a perderla sin remedio. Contra Platón, pues: nada conviene menos a lo bueno y lo bello que la inalterable eternidad. Sin contingencia, no hay ética que proteja ni estética que admire y disftute.
Baudelaire habló una vez de¡ «éxtasis de la vida y de¡ horror de la vida». Ambos se dan juntos, inseparablemente, como claves de nuestra contingencia. El precio del éxtasis es el horror; el rescate del horror es el éxtasis. Éxtasis porque la presencia actual de la realidad es irreparable e inatacable en su ciega gratuidad que nada fundamenta, pero tampoco nada puede borrar; horror porque viene de lo silencioso y lo oscuro, adonde volverá. Nada más puede pedirse, nada menos debe aceptarse. A esa plena aceptación sin condiciones ni remilgos de la vida que se manifiesta entre el parpadeo del ser y el no ser llamamos alegría. La alegría ni justifica nada ni rechaza nada: asume lo irrepetible y frágil que se le ofrece como su único campo de juego. Y se deleita en él, con gloria, con esfuerzo, con generosidad que a veces parece cruel y en el fondo, reflexivamente, resulta compasiva. La alegría es el nervio misterioso que nos vincula sin rechazo a la belleza en la estética y al bien en la ética.
La belleza de lo contingente es la que celebra tanto el temblor de lo que nos es dado como la sombra de lo que nos falta. Ni el Bien ni la Belleza son propuestas inalterables, eternas, que nos aguardan en el exterior de la caverna de esta fugacidad más asombrada que sombría en la que transcurre la peripecia que encarnamos. No suspiremos por salir de esa caverna, ni creamos a los que dicen que salieron y se ufanan de haber retornado para deslumbrarnos con lo inalcanzable. Optemos por el perfeccionamiento humildemente tentativo y resignadamente inacabable de lo que siempre nos parecerá de algún modo imperfecto, en lugar de rechazarlo con desánimo culpable o de intentar agigantarlo hasta que su enormidad inhumana nos abrume. La única forma compatible con nuestra contingencia de multiplicar los bienes que apreciamos es intercambiarlos, compartirlos, comunicarlos a nuestros semejantes para que reboten en ellos y vuelvan a nosotros cargados de sentido renovado. Es trivial la desmesura que pretende ascender cualquier significado a totalidad que rompa nuestras múltiples relaciones fragmentadas, parciales y sucesivas con quienes nos miran a los ojos desde nuestra misma estatura. En todos los prudentes miramientos para no desorbitar lo que admiramos reside precisamente lo que nos salva -ante nuestros propios ojos, al menos- de la insignificancia. Y también en no resignarnos a su rutina o su mediocridad: la aceptación gozosa de lo contingente no prohíbe luchar por la excelencia. Por excelencia no entendemos la búsqueda de ningún absoluto (lo excelente conseguido será tan contingente como lo mediocre rebasado), sino el afán de ir más allá y perfeccionar cuanto hemos logrado... aunque sin salirnos nunca de la limitación que nos define y acota el sentido a que podemos aspirar.
Al final la aspiración a lo bueno y lo bello son sólo caminos por los que transitamos forzosamente con inquietud pero no sin armonía. ¿Seremos capaces de librarlos alegremente de la contaminación enfática?
PUBLICADO POR FERNANDO SAVATER, Capitulo 12 de "El valor de elegir". 2003, Barcelona: Ariel.

sábado, 5 de abril de 2008

AMOR EROTICO (Erich From)

El amor erótico.

El amor fraterno es amor entre hermanos; el amor materno es amor por el desvalido. Diferentes como son entre sí, tienen en común el hecho de que, por su misma naturaleza, no están restringidos a una sola persona. Si amo a mi hermano, amo a todos mis hermanos; si amo a mi hijo, amo a todos mis hijos; no, más aún, amo a todos los niños, a todos los que necesitan mi ayuda. En contraste con ambos tipos de amor está el amor erótico: el anhelo de fusión completa, de unión con una única otra persona. Por su propia naturaleza es exclusivo y no universal; es también, quizá, la forma de amor más engañosa que existe.
En primer lugar se lo confunde fácilmente con la experiencia explosiva de “enamorarse”, el súbito derrumbe de las barreras que existían hasta ese momento entre dos desconocidos. Pero, como señalamos antes, tal experiencia de repentina intimidad es, por su misma naturaleza, corta duración.
Cuando el desconocido se ha convertido en una persona íntimamente conocida, ya no hay más barreras que superar, ningún súbito acercamiento que lograr. Se llega a conocer a la persona «amada» tan bien como a uno mismo. O, quizá, sería mejor decir tan poco. Si la experiencia de la otra persona fuera más profunda, si se pudiera experimentar la infinitud de su personalidad, nunca nos resultaría tan familiar -y el milagro de salvar las barreras podría renovarse a diario-. Pero para la mayoría de la gente, su propia persona, tanto como las otras, resulta rápidamente explorada y agotada. Para ellos, la intimidad se establece principalmente a través del contacto sexual. Puesto que experimentan la separatidad de la otra persona fundamentalmente como separatidad física, la unión física significa superar la separatidad.
Existen, además, otros factores que para mucha gente significan una superación de la separatidad. Hablar de la propia vida, de las esperanzas y angustias, mostrar los propios aspectos infantiles, establecer un interés común frente al mundo -se consideran formas de salvar la separatidad-. Aun la exhibición de enojo, odio, de la absoluta falta de inhibición, se consideran pruebas de intimidad, y ello puede explicar la atracción pervertida que sienten los integrantes de muchos matrimonios que sólo parecen íntimos cuando están en la cama o cuando dan rienda suelta a su odio y a su rabia recíprocos. Pero la intimidad de este tipo tiende a disminuir cada vez más a medida que transcurre el tiempo. El resultado es que se trata de encontrar amor en la relación con otra persona, con un nuevo desconocido. Este se transforma nuevamente en una persona «íntima», la experiencia de enamorarse vuelve a ser estimulante e intensa, para tornarse otra vez menos y menos intensa, y concluye en el deseo de una nueva conquista, un nuevo amor -siempre con la ilusión de que el nuevo amor será distinto de los anteriores-. El carácter engañoso del deseo sexual contribuye al mantenimiento de tales ilusiones.
El deseo sexual tiende a la fusión -y no es en modo alguno sólo un apetito físico, el alivio de una tensión penosa-. Pero el deseo sexual puede ser estimulado por la angustia de la soledad, por el deseo de conquistar o de ser conquistado, por la vanidad, por el deseo de herir y aun de destruir, tanto como por el amor. Parecería que cualquier emoción intensa, el amor entre otras, puede estimular y fundirse con el deseo sexual. Como la mayoría de la gente une el deseo sexual a la idea del amor, con facilidad incurre en el error de creer que se ama cuando se desea físicamente. El amor puede inspirar el deseo de la unión sexual; en tal caso, la relación física hallase libre de avidez, del deseo de conquistar o ser conquistado, pero está fundido con la ternura. Si el deseo de unión física no está estimulado por el amor, si el amor erótico no es a la vez fraterno, jamás conduce a la unión salvo en un sentido orgiástico y transitorio. La atracción sexual crea, por un momento, la ilusión de la unión pero, sin amor, tal «unión» deja a los desconocidos tan separados como antes -a veces los hace avergonzarse el uno del otro, o aun odiarse recíprocamente, porque, cuando la ilusión se desvanece, sienten su separación más agudamente que antes-. La ternura no es en modo alguno, como creía Freud, una sublimación del instinto sexual; es el producto directo del amor fraterno, y existe tanto en las formas físicas del amor, como en las no físicas.
En el amor erótico hay una exclusividad que falta en el amor fraterno y en el materno. Ese carácter exclusivo requiere un análisis más amplio. La exclusividad del amor erótico suele interpretarse erróneamente como una relación posesiva. Es frecuente encontrar dos personas «enamoradas» la una de la otra que no sienten amor por nadie más. Su amor es, en realidad, un egotismo á deux; son dos seres que se identifican el uno con el otro, y que resuelven el problema de la separatidad convirtiendo al individuo aislado en dos. Tienen la vivencia de superar la separatidad, pero, puesto que están separados del resto de la humanidad, siguen estándolo entre sí y enajenados de sí mismos; su experiencia de unión no es más que ilusión. El amor erótico es exclusivo, pero ama en la otra persona a toda la humanidad, a todo lo que vive. Es exclusivo sólo en el sentido de que puedo fundirme plena e intensamente con una sola persona. El amor erótico excluye el amor por los demás sólo en el sentido de la fusión erótica, de un compromiso total en todos los aspectos de la vida -pero no en el sentido de un amor fraterno profundo-.
El amor erótico, si es amor, tiene una premisa. Amar desde la esencia del ser -y vivenciar a la otra persona en la esencia de su ser-. En esencia, todos los seres humanos son idénticos. Somos todos parte de Uno; somos Uno. Siendo así, no debería importar a quién amamos. El amor debe ser esencialmente un acto de la voluntad, de decisión de dedicar toda nuestra vida a la de la otra persona . Ese es, sin duda, el razonamiento que sustenta la idea de la indisolubilidad del matrimonio, así como las muchas formas de matrimonio tradicional, en las que ninguna de las partes elige a la otra, sino que alguien las elige por ellas, a pesar de lo cual se espera que se amen mutuamente. En la cultura occidental contemporánea, tal idea parece totalmente falsa. Se supone que el amor es el resultado de una reacción espontánea y emocional, de la súbita aparición de un sentimiento irresistible. De acuerdo con ese criterio, sólo se consideran las peculiaridades de los dos individuos implicados -y no el hecho de que todos los hombres son parte de Adán y todos las mujeres parte de Eva-. Se pasa así por alto un importante factor del amor erótico, el de la voluntad. Amar a alguien no es meramente un sentimiento poderoso -es una decisión, es un juicio, es una promesa-. Si el amor no fuera más que un sentimiento, no existirían bases para la promesa de amarse eternamente. Un sentimiento comienza y puede desaparecer. Cómo puedo yo juzgar que durará eternamente, si mi acto no implica juicio y decisión
Tomando en cuenta esos puntos de vista, cabe llegar a la conclusión de que el amor es exclusivamente un acto de la voluntad y un compromiso, y de que, por lo tanto, en esencia no importa demasiado quiénes son las dos personas. Sea que el matrimonio haya sido decidido por terceros, o el resultado de una elección individual, una vez celebrada la boda el acto de la voluntad debe garantizar la continuación del amor. Tal posición parece no considerar el carácter paradójico de la naturaleza humana y del amor erótico. Todos somos Uno; no obstante, cada uno de nosotros es una entidad única e irrepetible. Idéntica paradoja se repite en nuestras relaciones con los otros. En la medida en que todos somos uno, podemos amar a todos de la misma manera, en el sentido del amor fraternal. Pero en la medida en que todos también somos diferentes, el amor erótico requiere ciertos elementos específicos y altamente individuales que existen entre algunos seres, pero no entre todos.
Ambos puntos de vista, entonces, el del amor erótico como una atracción completamente individual, única entre dos personas específicas, y el de que el amor erótico no es otra cosa que un acto de la voluntad, son verdaderos -o, como sería quizá más exacto, la verdad no es lo uno ni lo otro. De ahí que la idea de una relación que puede disolverse fácilmente si no resulta exitosa es tan errónea como la idea de que tal relación no debe disolverse bajo ninguna circunstancia.