jueves, 8 de septiembre de 2016

Sobre Gustavo Bueno con motivo de Aranguren.

¿Quién fue Aranguren?

Gustavo Bueno. El Mundo, 21 de abril de 1996.
Aranguren ha muerto. Me sumo al duelo de su familia y de sus amigos. Descanse en paz. Por mi parte nada más tendría que añadir. Pero no he podido encontrar razones para eludir la invitación de EL MUNDO a escribir sobre el particular. Considero un «deber cívico» dar mi opinión cuando me la piden, en circunstancias como la presente.
Conocí a Aranguren hace ya cincuenta años, con ocasión de la publicación de su primer libro, La filosofía de Eugenio d'Ors, en 1945, texto premiado el año anterior por la Junta Restauradora del Misterio de Elche (circunstancia que determinaba un gran distanciamiento entre el grupo de recién licenciados en filosofía que, al modo marrano, manteníamos en privado posiciones racionalistas y hasta «volterianas»).
Trabajaba yo entonces en mi tesis doctoral, como becario del Instituto Luis Vives de Filosofía del CSIC, de cuya Revista de Filosofía era director don Manuel Mindán Manero. Recuerdo que la secretaria María Jesús me pasó el recado de Mindán a la sala de becarios: me llamaba para presentarme a «alguien que había escrito un libro». Mindán, en su despacho, me presentó a un hombre de unos cuarenta años, vestido de oscuro, encogido, que casi no hablaba nada (se acercaba allí claramente como un hombre ajeno a las instituciones oficiales en solicitud de algo). Mindán me invitó en su presencia a escribir la reseña del libro recién publicado. Recuerdo que a la vuelta a la sala de becarios, al ojear el libro conjuntamente, se produjo un cierto regocijo por las cosas que decía sobre las teorías de d'Ors sobre su «ángel» y sus comparaciones con el «super-ego» de Freud. Años después, en pleno «reinado» del PSOE, el Luis Vives fue suprimido y renació bajo el nombre de Instituto de Filosofía, como plataforma, precisamente, de los socialdemócratas cristianos, algunos vergonzantes, ex monjas y ex jesuitas, que vienen pretendiendo ofrecer como símbolo de la democracia ética a la figura de Aranguren.
Hacia 1955 presencié los ejercicios de su oposición a la cátedra de Etica de Madrid: Aranguren representaba allí el símbolo del cristianismoaggiornato, la «acción católica» de las vanguardias dialogantes con Lutero que alzaban la bandera de Zubiri; oposiciones que se desarrollaron ante un público muy parecido al que describe Martín-Santos en Tiempo de silencio al hablar de los asistentes y asistentas a las conferencias de Ortega. Su rival, el dominico Todolí, representaba el cristianismo escolástico medieval. Desde mi punto de vista de entonces tan medieval era Aranguren como Todolí, sólo que Todolí sabía más.
En el transcurso de los años, y cuando Aranguren comenzó a ser conocido como un personaje público, yo no deje de reconocer sus virtudes cívicas (de hecho organicé en Oviedo, en 1965, la recaudación de fondos entre los compañeros para ayudar a los catedráticos destituidos, entre ellos Aranguren; colaboré en el «Homenaje» de 1970 y recibí cartas suyas de agradecimiento). Sin embargo el reconocimiento de sus virtudes públicas no fue bastante para hacerme rectificar mi juicio sobre la mediocridad de sus dotes intelectuales.
En los años ochenta participé en un jurado de los Premios Príncipe de Asturias. Propuse a Juan David García Bacca: muchos de los miembros del jurado, que no habían oído jamás tal nombre, me miraron asombrados confundiendo su ignorancia con una supuesta extravagancia mía. Aranguren era su candidato. Ante quienes no conocían a García Bacca y conocían de Aranguren sólo algunos artículos de El País, pude desmontar una tabla de valores que resistía la comparación con María Zambrano pero que era ofensiva ante la figura de García Bacca: terminamos dando el premio a Claudio Sánchez Albornoz. Más tarde, el año pasado, los Premios Príncipe de Asturias «saldaron» la deuda que tenían pendiente con Aranguren.
Es evidente que cada grupo social «elige» a sus sabios y a sus héroes. Pero al elegirlos se define a sí mismo, tanto o más que a la persona escogida como paradigma de sabio, de filósofo o de héroe. Quien dice «Aranguren nos enseñó a pensar» no está definiendo a Aranguren, sino a su propio y mediocre nivel de pensamiento. La presencia continua de Aranguren como modelo de «pensador», sobre todo en la televisión única, en los primeros años de la democracia, diciendo cosas sencillas que todo el mundo entendía, un sombreado trivial y neutro que ni siquiera hería por su ingenio a los que le contemplaban, alentaba a todos a sentirse también pensadores y filósofos. Y por tanto a rebajar la significación de la filosofía al nivel en que ahora se encuentra.
Los discípulos que proponen a Aranguren como paradigma, en su mayor parte exjesuitas, exmonjas y teólogos postconciliares, se corresponde en gran medida con el gremio de los profesores universitarios de ética, que se sirvieron de Aranguren para constituirse en «comunidad de filósofos morales» (cualquier lector alejado de estas cuestiones académicas puede apreciar la cursilería y ridiculez de semejante autodenominación).
Pero Aranguren no fue un sabio, ni menos aún un filósofo. Fue un profesor de filosofía que escribió para la universidad un manual de Etica (un manual escolástico, mucho más parecido al que hubiera escrito el padre Todolí de lo que sus discípulos creen), y para fuera de la universidad libros y artículos sobre el cristianismo (de interés para gentes postconciliares) y artículos de opinión sin doctrina firme como los que escriben tantas y tantas personas en los periódicos sin necesidad de recibir el título de sabio o de filósofo.
Aranguren ha fallecido en fechas que coinciden simbólicamente con el final socialdemócrata de la monarquía consensuada, la etapa que escogió a Aranguren como emblema de la sabiduría, de la ética y del heroísmo, definiendo así su propio nivel de sabiduría, de ética y de heroísmo. Estas líneas quieren ser una voz de alerta. Una voz que, sin perjuicio del reproche asegurado que ellas merecerán por parte del coro consensuado que ha procurado monopolizar los elogios fúnebres, sirva también para llamar la atención de otras muchas personas que forman parte de la gran mayoría de españoles que, al margen del coro, y acaso habiendo oído ahora el nombre de Aranguren por primera vez, se disponen a experimentar los efectos de los nuevos consensos autonómicos y europeos.

martes, 17 de mayo de 2016

LA PRIMERA MAESTRA ES LA NATURALEZA (F. Jalics)

El gran maestro de la contemplación es la naturaleza. Con ella comenzamos nuestro camino. Salgamos a la naturaleza y paseemos como de costumbre. Luego caminemos cada vez más lentamente y detengámonos. Observemos, por ejemplo, un árbol. Dejemos que el árbol actúe sobre nosotros. Es posible que de pronto nos preguntemos acerca de la edad del árbol. Es una pregunta que surge de la mente, de la razón. Con ella nos ubicamos en el plano mental; ya no estamos en la percepción pura. Si nos damos cuenta, volvamos a la percepción. Dejemos que el árbol siga actuando sobre nosotros. Puede ser que imperceptiblemente entremos a cuestionarnos la muerte de los bosques y el estado de este árbol. Otra vez estamos en el plano mental. Volvamos a la percepción.
Luego escuchamos un pájaro. No para saber dónde está o cómo se llama, sino para dejar actuar sobre nosotros su gorjeo.

Observamos un poco de tierra que hemos tomado en nuestras manos. Nos detenemos en la percepción. Cuando nos distraemos, volvemos a la percepción de la tierra. No debemos dejarnos seducir por la razón, porque es fácil que aparezca la pregunta desde cuándo no estamos atendiendo, por qué no estamos atendiendo y qué pensamiento nos está distrayendo. Todo esto no debe interesarnos. Es importante que nuestra atención siga fija en la percepción.

El hecho de que nos distraigamos no es grave. En cuanto nos damos cuenta volvemos atrás sin reflexionar sobre cuánto tiempo y por qué estuvimos distraídos.

Con la percepción aparece también una experiencia totalmente nueva: no necesitamos lograr nada. La presión por lograr eficacia, el tener que hacer algo trae consigo miedo y angustia. En la contemplación no necesitamos lograr nada. Estamos liberados de la presión de ser eficaces.
Nos mantenemos en contacto con la naturaleza. Podemos mirar el cielo azul, escuchar el murmullo de un arroyo, observar a las hormigas, admirar la belleza de una flor, sentir el viento en nuestra cara y dejar actuar sobre nosotros el movimiento de las nubes. Si escuchamos a lo lejos el ruido de un automóvil, también podemos percibirlo. Lo importante es no querer juzgar o cambiar nada, sino asimilar todo de la manera en que se nos manifiesta.

Podría ser que nos aburriéramos. El tedio es un sentimiento que podemos observar. ¿Cómo siento este aburrimiento? Esta pregunta puede llevar nuestra atención hacia el interior y a la percepción de nuestro tedio. Así estaremos nuevamente en la percepción. Después de un rato volvemos a la percepción de la naturaleza.

La actitud contemplativa nos conduce a una increíble calma. Todo lo que está presente puede estar presente. No necesitamos cambiar nada. Lo dejamos todo como está. Tampoco buscamos conocimientos ni observamos: contemplamos. ¿Dónde está la diferencia entre observar y contemplar? La contemplación es un acto desinteresado, la observación busca algo para sí mismo. Conocemos muy bien la diferencia. Nunca pediríamos a Dios que nos observara. Pero nos sentimos felices cuando nos contempla bondadosamente. En la vida eterna no vamos a observar a Dios, sino a vivir en su contemplación.


EJERCICIOS DE CONTEMPLACIÓN.     Franz Jalics.

EDICIONES SÍGUEME pg. 31