miércoles, 20 de agosto de 2008

LA TRANSFIGURACIÓN DE LA RUTINA

¿Qué es una costumbre? Es una técnica para economizar energía. Se deriva del principio de conservación: no tener que volver a hacerlo todo cada mañana, crear reflejos para absor- ber el incidente, lo particular. Una vida sin reglas sería una pesadilla, ya que éstas, al convertirse en una segunda naturale- za, nos ahorran los esfuerzos repetidos. Ellas nos permiten dominar un arte o un oficio que al principio nos descorazona. Nos apegamos a las costumbres porque imprimen su ritmo a la existencia, porque constituyen su columna vertebral. No son un simple murrnullo de fondo, también dan testimonio de nuestra fidelidad a nosotros mismos. Renegar de ellas seria renegar de sí. El mayor arte no sólo consiste en romper con una rutina, sino en hacer malabarismos con otras tantas para no depender de ninguna. Y no hacen falta muchas viejas cos- tumbres para inventar una nueva. Eso se llatna renacimiento.
Hay, igualmente, una voluntad de repetición cuya última anagaza consiste en volverse invisible, en pasar desapercibida justo cuando domina por completo. En ella, a fuerza de regre- sar a lo idéntico, el tiempo desaparece. Obsesionado por la ori- ginalidad, Occidente cultiva una imagen demasiado negativa de lo repetitivo. Hay culturas en las que el retorno de un mismo tema, como en la música árabe o en la india, o la inmovilidad de una nota indefinidamente sostenida, terminan provocando diferencias imperceptibles. Estas melodías, que en apariencia son enloquecedoramente monótonas, están compuestas de variaciones ínfimas. Compiten con el silencio y nos hipnotizan gracias a su manera singular de avanzar sin moverse del sitio.
En definitiva, lo que acaba con la vida no es la regularidad, sino nuestra incapacidad para convertirla en un arte de vivir que espiritualice lo perteneciente al orden biológico y eleve el mornento más insignificante a rango de ceremonia. Quizás es eso lo que distingue a ambas mitades del mundo occidental, aunque tiendan a aproximarse. Los norteamericanos, como buenos utilitaristas, creen en la felicidad, la han incluido en su Constitución y están dispuestos a enseñársela y pi prescribírsela a todo el mundo. Mientras que los europeos, más escépticos, prefieren los placeres y sobre todo el trato social que, modela- do por una larga tradición, forma una especie de urbanidad colectiva capaz de integrar alegrías y tristezas.
Consideremos la oposición entre fast food, principio de ali- mentación rápida, solitaria y barata, y gastronomía, principio de degustación comunitaria que consume una gran cantidad de tiempo. Son dos maneras de entender la duración: o matar- la abreviando lo que se repite, o hacer de ella una aliada ele- vándola al rango de liturgia. La primera es signo de una socie- dad de servicios articulada en torno a la comodidad y la inme- diatez; la segunda, de una sociedad de costumbres que ve sus usos y su patrimonio como tesoros de inteligencia y elegancia que sería un crimen olvidar. El encanto de¡ viejo mundo es la diversidad de sus culturas, que resisten a la nivelación global. El magnetismo del nuevo es el reflejo de innovación sisternáti- ca. Aquí, nacer significa tener predecesores, detentar el saber de un largo tiempo, allí es anular lo precedente y saltar hacia la tierra prometida del futuro.
La verdad es que las dos soluciones nos tientan y que nos gustaría disfrutar de los placeres del pasado sin sus obligaciones, de las ventajas del presente restándoles su empobrecimiento. Hijos de un linaje mixto, vacilamos entre la nostalgia del ritual y los fantasmas de la simplificación a gran escala.