sábado, 15 de septiembre de 2007

TEORIA DE LOS HIJOS

Por Andrés Ibañez

¿Qué nos hace personas? Somos como el agua, que cuando se detiene se pudre. Sólo el movimiento nos mantiene vivos. Detenerse en un pensamiento, en un credo, en una explicación, en una «técnica», terminará por estancarnos.

Nos olvidamos de ser personas. Nos olvidamos continuamente y proyectamos nuestro olvido en otros. Pero también podemos recordar y proyectar nuestro recuerdo en otros. Pero recordar, ¿cómo se hace?

Cuando tenemos hijos, nuestra misión es intentar traerles al recuerdo, ayudarles a recordar. Sin embargo, ¿cómo podemos hacer tal cosa, si nosotros también hemos olvidado? Nuestros hijos nos ayudan a recordar, y nosotros tenemos que devolverles ese recuerdo, hecho experiencia vivida en nosotros, en forma de enseñanza.

Enseñar quiere decir hacer partícipe a otro del sabor de una experiencia. Sin embargo, los hijos también nos hacen olvidar. Siempre sucede así. Ellos vienen del mundo prelógico y animal, y con su energía desmesurada nos arrastran a la barbarie, nos convierten de nuevo en primitivos. Los hijos pueden destruirnos con su olvido, del mismo modo que nosotros podemos destruirlos a ellos con el nuestro.

Díficil prueba. Nos olvidamos de la importancia de nuestra vida. Nos olvidamos de que tenemos poco tiempo, y de que esto es sólo una vez. Es verdad que nos sentimos importantes, el centro del universo, y que sufrimos porque nunca nos toman en consideración ni nos estiman tanto como merecemos, pero no hablo de ese sentimiento enfermizo que nos estanca y nos mata. Recordar la importancia de estar vivo es, precisamente, el sentimiento opuesto al de sentirse importante.

Cuando tenemos hijos, nos sometemos a una de las pruebas más difíciles. En cierto modo, tener hijos es una segunda oportunidad, porque a través de ellos podemos ver nuestro propio proceso de humanización. Algunas veces creemos que nuestros hijos somos nosotros otra vez y, de este modo, queremos obligarles a revivir nuestra vida, pero esta vez «de la manera correcta». Pero ellos no son nosotros. Esa es la generosidad de los padres: que están ayudando a otros.

En la Edad Media se pensaba que los niños eran malvados. No existía el concepto de «infancia». Los niños eran pequeños adultos cuyo placer era practicar el mal, y a los que había que castigar en consonancia. Este sentimiento permanece en muchas interpretaciones modernas. Freud, por ejemplo, caracteriza al niño como «perverso polimorfo». El tema de la maldad de los niños reaparece una y otra vez: en Jean Cocteau, en Yukio Mishima, en William Golding. La película El exorcista (no pretendo hacer una broma) no es sino una reflexión sobre la infancia: una niña que grita, hace muecas horribles, dice palabrotas, se sube por las paredes, no deja dormir a nadie, vomita sin parar. Pero así son todos los niños. Es posible que actúen así porque tienen un diablo dentro. Pero ese diablo se llama «vida».

El señor de las moscas. Ese diablo se llama «olvido». ¿Acaso no es la misión del diablo distraernos y hacernos olvidar? El diablo es el señor de las moscas porque las moscas nos distraen y nos molestan. Los niños nos distraen, nos hacen perder tiempo, nos impiden concentrarnos, no nos dejan dormir, no nos dejan leer. Son pequeños diablos. Sus espíritus los poseen por completo. Sí, tenemos que exorcizarlos de algún modo, ayudarles a encontrar las potencias superiores que les permitirán controlar su vida salvaje.

Pero ¿cómo encontrar la mesura, la sensación real de lo que debemos hacer? ¿Cómo recordar la magnitud de la entrega y del amor que se nos exige, y lograr que esa entrega no nos convierta en esclavos y en sufrientes? El sentido de todo sacrificio no es la sangre que debemos verter, sino la imagen que tenemos que recordar. Cuando el sacrificio produce dolor (y el aburrimiento no es sino una forma del dolor), se trata de una ceremonia vacía, de agua estancada. El sacrificio no es sino una invocación al recuerdo vivida a través de una metáfora. Si los hijos nos exigen tanto es porque nosotros hemos olvidado tanto.

Los hijos nos llaman siempre a una realidad más profunda. Nosotros nos libramos de ellos con actividades extraescolares, con distracciones electrónicas o por cualquier otro modo. En realidad, lo único que ellos necesitan de nosotros es que seamos verdaderamente personas.

Publicado en ABCD. Las artes y las letras. 15-09-07