Texto de Arcadi Espada publicado en El Mundo el día 7 de Junio de 2014
Querido J:
Cuando el magistrado Enrique López llegó a la comisaría a primera hora de la mañana del domingo 1 de junio, después de que una patrulla le hubiera dado el alto por saltarse un semáforo y conducir sin casco y un control registrara que llevaba en la sangre cuatro veces más alcohol del permitido, tuvo repentina y velocísima conciencia, al modo de los muertos inminentes, de lo que había ocurrido con su vida. Y es así que con el desvalimiento propio de su circunstancia se acercó hasta la agente que instruía los preliminares del caso y le hizo ver, quizá una vez más, quién era, y hasta qué punto el conocimiento público de los hechos que acababa de protagonizar en el Paseo de la Castellana destruiría su carrera. Yo no estaba allí y mucho menos dentro de la agente de la autoridad, pero cuando ella le dijo: naturalmente, nadie tiene por qué enterarse de esto, un juicio rápido y se acabó, veo a la enfermera junto al enfermo terminal mientras desconecta y le dice todo va la mar de bien, señor. Sabido y leído al cabo de los días, cualquiera pensaría ahora que ninguno de los dos estaba cumpliendo entonces con su deber. ¡Cómo la policía iba a hacer otra cosa que dar cuenta pública de la detención de un juez por conducir borracho! ¡Cómo el propio juez podría reclamar que su fechoría quedara oculta! Los robespierres acentúan su implacable lógica con la ayuda del tiempo. En aquel instante, sin embargo, y como siempre que la vida va en directo, dominaban entre juez y policía el miedo y la piedad. Lo cierto, en cualquier caso, es que a las pocas horas todo Madrid, rompeolas de España, estaba en los detalles del caso del magistrado López, que se añadiría al día siguiente al deslumbrante y teatrero drama nacional de cada mañana laborable. La justicia borracha de España. Unas cuantas horas más y el magistrado hacía pública su decisión de dimitir del Tribunal Constitucional. Había llegado hace un año a la cumbre y le quedaban ocho.
Así fue cómo el magistrado López perdió el trabajo y la dignidad por beber demasiado durante una fiesta prolongada y conducir su moto muy de mañana por una gran avenida solitaria. Su dimisión se basó en la Ley Orgánica del TC, que incapacita para seguir en el cargo al condenado por cualquier delito, pero también por el artículo 22, que exige dignidad en el ejercicio del cargo. Muchas de las personas que mueren y/o causan muertes en accidentes de tráfico habían bebido demasiado alcohol o conducían bajo el efecto de las drogas. No todo el mundo está de acuerdo en que el Código Penal deba intervenir en el castigo de estas conductas, y que no baste con sanciones administrativas, aunque sean durísimas; pero no hay duda de que esas muertes son un argumento sólido a favor de la criminalización. Naturalmente también se le hubieran podido buscar muchas vueltas a la palabra dignidad y a lo que sea el ejercer el cargo a primera hora de un domingo, montado en moto por la Castellana de Madrid —y renunciando, por cierto, al coche oficial al que tiene derecho a cualquier hora, cualquier día. Pero ni él quiso someterse al desgaste ni sus compañeros le permitieron que sometiese a desgaste al Tribunal.
La cuestión interesante, sin embargo, en torno a este caso es cuánta gente perdería su trabajo (el magistrado López ha perdido su puesto en el TC, pero también tiene en un cierto riesgo su plaza en la Audiencia Nacional) por los hechos conocidos de la Castellana, que dada la afortunada ausencia de personas y vehículos no provocaron daño alguno a nada ni a nadie. Ni un banquero, ni un futbolista, ni un cantante, ni un piloto de aviación, ni un maestro perderían su trabajo. Y en algunas ocasiones casi sería un timbre de gloria: pienso en el periodismo, claro está. Solo se me ocurre otra profesión donde el castigo estaría a la altura, y es la de político. No me parece mal la dureza. Los políticos hacen las leyes y los jueces las aplican. Hay una cierta diferencia moral entre ellos y el resto de los ciudadanos. Un ciudadano puede arriesgarse al desacatamiento en razón de su moral privada: más díficil es en el caso de los jueces e imposible en el de los políticos. De esta circunstancia se deriva, supongo, el asunto de la ejemplaridad: políticos y jueces deben dar ejemplo, como por cierto debe darlo el Rey, que no otro es el retorcido, pero real sentido de su inmunidad. Este dar ejemplo, sin embargo, es doblemente difuso. El contenido de la dignidad, más allá de la ley, es dinámico y sujeto también al temible gusto del público. Para entenderlo pueden examinarse distintas posibilidades de la dignidad de un juez del Constitucional. Un juez comprando sexo. Un juez dándole una bofetada a su hijo en la puerta del colegio. Un juez haciendo rudos chistes de catalanes. Un juez fumando marihuana en un coffee shop de Leganés. Mi compañera María Peral me cuenta que el juez Marlaska y la juez Bach están redactando un código ético del oficio de juez, similar al que opera en otros países del mundo. Me agradará ver los supuestos. La dignidad del juez, como la del político, se encarna en un rasgo característico: la desaparición de la vida privada. O mejor su redefinición: la vida privada ya solo es aquello de lo que no se conoce testimonio. No hay más frontera.
Así pues, Enrique López (como sus asimilados) no es un hombre como los demás. Es un hombre que ha pagado con su carrera una noche de copas, una noche loca, manché tu imagen, me perdí yo sola. En esta hora patibularia en que todo el pueblo se levanta y le señala y le berrea ¡no es un hombre como los demás! hay que recordar cuántas veces, en la hora de los privilegios, en el sueldo, en sus dietas, en los coches, en sus guardaespaldas, en la business class de la vida, ese mismo animalito ilógico y cerril se levantó y le señaló exasperado, a él, a cualquiera como él, ¡es un hombre como todos los demás!
Sigue con salud
A.
Texto de Arcadi Espada publicado en El Mundo el día 7 de Junio de 2014
A.
Texto de Arcadi Espada publicado en El Mundo el día 7 de Junio de 2014