sábado, 30 de agosto de 2008

La idea de vigencia (Julián Marías)

La palabra «vígencia» es un término técnico de la sociología de Ortega, que encuentro difícilmente sustituible. Su origen etimológico es claro: vigencia, en el uso normal de la lengua, es el estaclo o condi- ciSn de lo vigente; lo vigente «tiene vigencia» o «es- tá en vigencia»; y lo vigente, vigens, es quod viget, lo que está bien vivo, lo que tiene, por tanto, vigor, y, en un sentido secundario, lo que está despierto, en estado de vigilia o vigilancia. En español, la palabra vigencia se usa sobre todo en lenguaje jurídico: una ley vigente es una ley que está en vigor, que tiene «fuerza de ley», que actualmente obliga; esa misma ley pierde su vigencia cuando ya no tiene esa fuerza o vigor; una ley de las Partidas es una ley, sigue siendo ley, pero no tiene vigencia, es inválida o muerta. Ortega ha introducido en el uso del término dos innovaciones: la primera es una extensión de él; en lugar de restringirlo a la esfera jurídica, lo em-



pica en todo su alcance; en segundo lugar, designa con el sustantivo «vigencia» cualquier realidad vigen- te, en cuanto es vigente; así habla de las vigencias de una época, de las varias clases de vigencias, es decir, de los contenidos vigentes, atendiendo a su condición de tales, y por tanto a su función en la vi- da colectiva.
Vigencia es, pues, lo que está en vigor, lo que tiene vivacidad, vigor o fuerza; todo aquello que encuentro en mi contorno social y con lo cual ten- go que contar. En este carácter estriba el vigor de las vigencias. Si en mí mundo social existe una realidad respecto a la cual los individuos no tie- nen que tomar posición, de la cual pueden desen- tenderse, con la que, en suma, no tienen que con- tar, no es una vigencia. En la sociedad, por ejemplo, existen individuos y grupos de indivi- duos que son vegetarianos; pero yo no tengo por qué ocuparme de ellos y de su vegetarianismo, no me es forzoso adherir o discrepar, puedo muy bien no pensar en ello, no hacerme cuestión de si el vegetarianismo es conveniente o no; esto signi- fica que no se trata de una vigencia. En cambio, tengo que contar con que otros individuos y otros grupos tienen afición al fútbol: cuando voy a tomar un autobús el día de partido encuentro que no puedo tomarlo, porque ya está ocupado por los que quieren verlo; al abrir el periódico en- cuentro numerosas páginas dedicadas a este es- pectáculo, el oficinista no me atiende porque está ocupado en predecir los resultados de los partidos de¡ domingo, si soy empresario de teatros veo que mi público es disminuido por la afición al fútbol, etc.; es decir, esta es una vigencia fren- te a la cual tengo que tomar posición, con la

cual tengo que habérmelas de un modo o de otro.
De un modo u otro, porque el que algo sea vi- gente no quiere decir que yo tenga que adherir a ello; puedo muy bien discrepar; pero ahí está lo im- portante: tengo que discrepar. Si yo no soy vegetaria- no, no discrepo de¡ vegetarianismo; simplemente no soy vegetariano, y aquí termina la historia, es de- cir, en rigor no ha empezado; del fútbol, en cambio, no tengo más remedio que ocuparme, porque, en sí mismo o en sus consecuencias, viene a mí y tengo que hacer algo con él: invitaciones a presenciar el partido, apreturas en los vehículos públicos, ausen- cia de taxis cuando me hacen falta, distracción del empleado, conversación sobre el tema por parte del peluquero, imágenes de futbolistas que me asaltan al abrir el periódico, y que me encantan o me eno- jan si tal vez prefiero hallar las de una actriz de cine o un premio Nobel; páginas de prosa que tengo que leer o saltar; términos futbolísticos que irrum- pen en el lenguaje. Al discrepar es como meíor compruebo la realidad de la vigencia, su resistencia, su coacción, a la cual me pliego o que tengo que re- chazar mediante un esfuerzo.
Esto quiere decir que el auténtico modo de reali- dad de lo social no es el simple «estar ahí», sino la presión, la coacción, la invitación, la seducción; lo característico de lo social no es el «estar» sin más, sino el estar actuando. Por eso es inmejorable la ex- presión «vigencia»: lo propio de los ingredientes que componen la vida colectiva es su vivacidad, su vigor; pero a la vez hay que subrayar que no son ac- ciones; su vigor se ejercita con su presencia, a veces con su simple inerte resistencia, como el muro que me cierra el paso.


Conviene salir al paso de un equívoco. Al decir que tengo que contar con las vigencias, podría en- tenderse que ese contar es forzosamente activo, que es un expreso atender a ellas, con conciencia clara. No hay tal. Esa actitud mía solo se da en dos casos: cuando la vigencia no es plena o cuando yo perso- nalmente discrepo de ella. En otros casos, yo cuen- to con ella en forma pasiva, siendo informado y conformado por ella, comportándome de acuerdo con ella, sometido a su influjo tan imperioso como automático. Así como estoy sujeto a la ley de la gra- vedad o a la presión atmosférica, estoy sometido a las vigencias. Habitualmente no pienso en la grave- dad o en la presión del aire, pero me comporto con- tando con ellas- no dejo el libro en el aire, porque se caería; no pongo sobre mi pie un gran peso, porque lo aplastaría; no me atrevo a transportar un piano, porque pesa demasiado; vuelo en un avión contan- do con que el aire resiste. Normalmente voy por la calle siguiendo su acera, sin pensar en ello, orienta- do en mi marcha por su previa estructura. Cuando voy a beber agua cuento con que está fría, sin haber pensado en ello ni un instante, y solo reparo en su temperatura si por azar está caliente; del mismo mo- do, cuanclo en la calle hablo a un transeúnte, cuen- to con que entenderá la lengua del país, y solo me hago cuestión de ello si por azar no está sometido a la vigencia general lingüística, que surge expresa- mente al ser incumplida.
Esto significa que estamos inclusos en un mundo social que no se compone de cosas, sino de ciertas realidades actuantes y, como veremos en seguida, misteriosas y más extrañas de lo que parece, que ejercen presión activa o pasiva, positiva o negativa, sobre nosotros y con las cuales tenemos que contar,
queramos o no, sepámoslo o no. Esta actuación de las vigencias se ejerce según ciertas líneas estructu- rales, no de un modo informe; pero, vistas las cosas desde el otro lado, lo que llamamos estructura con- siste muy principalmente en la disposición, conteni- do, intensidad y dinamismo de las vigencias. Como siempre, encontramos la imposibilidad de explicar los ingredientes aparte de la estructura, y la estruc- tura sin incluir en ella los ingredientes. Esto revela que las nociones habituales -materia y forma, indi- viduo y especie, elementos y movimientos, etC.- derivadas de] pensamiento acerca de cosas son difi- cilmente aplicables a las realidades humanas, donde a lo sumo pueden «traducirse» analogicamente y con salvedades. Si entendemos a los individuos como «cosas» que están en un «espacio», o bien a la sociedad como una gran cosa «compuesta» de ele- mentos, jamás entenderemos lo que es vida colecti- va, y por tanto será inútil intentar penetrar en una estructura social. Necesitamos poner en juego todo lo adquirido hasta ahora para esclarecer en qué consisten las vigencias y, por tanto, de qué está he- cho nuestro contorno social.

viernes, 22 de agosto de 2008

VIOLENCIA DE GÉNERO

Maltratada y enamorada.


JESÚS Neira se jugó la vida por una víctima que no quería ser salvada. Es un hombre maravilloso, dijo de su torturador, que no de su salvador, lo que introduce en este acto de heroísmo una insoportable contradicción y el terrible vacío del absurdo. Del absurdo provocado por el amor. Que algunos nieguen que esto sea amor y me quieran contar todo eso de la falta de autoestima, de la dependencia emocional y de males psicológicos semejantes, pues bien, ¿y qué es el amor en una buena parte de los casos? Destrucción y autodestrucción.
Me temo que nadie ha demostrado aún que el amor de pareja conlleve necesariamente, ni siquiera en la mayoría de los casos, equilibrio psicológico, madurez emocional y fortaleza de carácter. Todas esas cosas les ocurren a los que ya las tenían antes de enamorarse. Y dado que lo que sí está demostrado es que una parte sustancial de la humanidad no las posee jamás, hagámonos una idea de las formas que adopta eso que llamamos amor en bastantes de sus practicantes.
Esas formas, a veces, lamentables y nauseabundas, que es lo más moderado que se me ocurre para valorar la actitud de esa mujer que ha calificado de maravilloso al hombre que la ha golpeado y, lo que es peor, al hombre que ha mandado al coma a su defensor. Y que explican en buena medida la violencia de género y su persistencia a lo largo de todos los países, de todas las clases sociales y de todos los niveles educativos.
Además del machismo. O, quizá, mucho más que el machismo. El problema es que nadie quiere analizar las formas lamentables y nauseabundas del amor. Es decir, los factores estrictamente psicológicos. La única teoría explicativa que por el momento conocemos los españoles es la del machismo, que es la que repiten una y otra vez el Gobierno y todo tipo de instituciones políticas dedicadas a esta tragedia. Según todos ellos, la violencia de género es consecuencia de la cultura machista, es decir, es un problema ideológico y cultural y no psicológico. Luego, una vez superado el machismo, adiós a los asesinatos de mujeres. Haga usted campañas contra el machismo, explíquelo en Educación para la ciudadanía, denúncielo en los foros políticos y la violencia de género se batirá en retirada.
Claro que si lo anterior fuera verdad, se habría podido demostrar que, a mayor desarrollo, mayor nivel de estudios y mayor nivel económico, menor violencia de género. Pero no es el caso. O no es el caso demostrado. Los escasos análisis sociológicos existentes muestran más bien que la violencia doméstica ocurre en todos los países e independientemente de la clase social, de la raza o del nivel de estudios. Así lo afirmaba, por ejemplo, una fuente tan respetable como la Comisión para la Igualdad de Oportunidades para Hombres y Mujeres del Consejo de Europa en un informe sobre los países europeos de 2002.
Y así lo ratifican los escasos estudios e informes que existen sobre la materia. Algunos incluso sugieren que los datos existentes parecen indicar una tendencia a ocultar los episodios de violencia de género entre las clases más acomodadas. En otras palabras, que, en la mayoría de los casos, las clases sociales altas actúan de forma muy diferente a como lo ha hecho, por ejemplo, esa concejal popular de Sierra de Yeguas que ha denunciado a su ex-amante violador.
O sea, machismo, sí, pero otras muchas cosas, también. Lo que ocurre es que apenas sabemos nada de esas otras cosas porque no se quieren investigar. Al menos desde las instituciones políticas. Se ha reducido la violencia de género a un problema exclusivo de machismo, a un problema ideológico. Y si a esto le añadimos todas las limitaciones impuestas por la corrección política a la hora de preguntar, saber y contar sobre la violencia de género, resulta que desconocemos casi todo sobre la cuestión. Y mantenemos la engañosa convicción de que cuando el machismo desaparezca, el odio, los celos, la pasión, la dependencia o la obsesión llevarán a pacíficos y legales procesos de divorcio o a una tirante, y, sin embargo, ordenada convivencia hasta el final de los días.
El amor será equilibrado y civilizado. Y el odio y rencor que lo sustituyan también. La paz, aunque sea tensa, habrá llegado al hogar.

publicado en ABC el 20-08-08

jueves, 21 de agosto de 2008

La edad de oro y... ¿después?

Una promesa maravillosa
Toda la noción moderna de la felicidad se apoya en una frase célebre de Voltaire, extraída de su poerna «El rnunda- no» (1736): «El Paraíso terrenal está dondequiera que vaya», fórmula matricial, generadora, que desde entonces no hemos dejado de remedar o repetir como para asegurar- nos de su verdad.' Un enunciado magnífico y perturbador, que viene a demoler siglos de mundo de segunda categoría y de ascetismo, y sobre cuya inquietante sencillez aún hay mucho que meditar. Más tarde, Voltaire, asustado como todos sus contemporáneos por el terremoto de Lisboa, rechazó este brillante optimismo, este provocativo elogio del lujo y de la voluptuosidad y, enfrentado a la crueldad gratuita de la Naturaleza y de los hombres, adoptó una acti- tud más cabizbaja: «Un día todo irá bien, ésta es nuestra esperanza. Todo va bien ahora, ésta es la ilusión».' Pero para él, el mal nunca tuvo un sentido positivo, nunca fue el precio del pecado ni la consecuencia de la Caída, y por eso es un moderno desencantado. La Ilustración y la Revolución francesa no sólo proclamaron la desaparición del peca- do original, sino que entraron en la Historia como una prome- sa de felicidad dirigida a toda la humanidad. Esta felicidad ya no es una quimera metafísica, una esperanza improbable que hay que perseguir a través de los complejos arcanos de la salvación; la felicidad está aquí y ahora, es ahora o nunca. He aquí una conmoción fundadora, un cambio del eje,

histórico: Bentham, el padre inglés del utilitarismo, pidió que se promoviera «la mayor cantidad de felicidad para el mayor número de personas»; Adam Smith vio en el deseo de los hombres de embellecer su condición una sefial divina, Locke recomendó huir de la uneasiness, la incomodidad-, en resumen, por todas partes estalló la convicción de que es razonable desear la instauración del bienestar en la tierra. Representa una maravillosa confianza en el perfecciona- miento del hombre, en su capacidad para librarse de la eter- na repetición de la desdicha, en su voluntad de crear algo nuevo, es decir, algo mejor. Confianza en los poderes cruza- dos de la ciencia, la instrucción y el comercio para hacer realidad el advenimiento de la edad de oro del género humano, para cuya llegada, según el utopista Saint-Simon, en 1814, sólo faltaban unas cuantas generaciones (fiel en este punto a la inspiración de Francis Bacon, que desde el siglo xvii acariciaba el proyecto de una ciudad ideal, la Nue- va Atlántida, gobernada por sabios). Y, finalmente, certeza de que la humanidad es la única responsable de los males que se inflige y que sólo ella puede enmendarlos, corregirlos sin recurrir a un Gran Relojero o a una Iglesia que siente cátedra desde el más allá. Es la embriagadora sensación de una aurora mesiánica, de un nuevo comienzo de los tiempos que podría transformar este valle de lágrimas en un valle de rosas. La historia embalsama en lugar de corromper, el mun- do vuelve a ser una patria común cuyo futuro importa tanto como la preocupación por el destino personal después de la muerte. Puesto que el abismo entre la humanidad y su Crea- dor no ha dejado de crecer desde la Edad Media, el hombre sólo puede contar con sus propias fuerzas para organizar su vida terrenal. Según una frase de Dupont de Nemours -que parodia el optimismo leibniziano-, toda la existencia, de principio a fin, debe ser la demostración del bien.
La esperanza de la felicidad triunfa sobre el declive de la idea de salvación y de la idea de grandeza, sobre un doble

hist¿>rico: Bentham, el padre inglés de] utilitarismo, pidió que se promoviera «la mayor cantidad de felicidad para el mayor número ¿le personas»; Adam Smith vio en el deseo de los hombres de embellecer su condición una señal divina, Locke recomendó huir de la uneasiness, la incomodidad, en resumen, por todas partes estalló la convicción de que es razonable desear la instauración de¡ bienestar en la tierra. Representa una maravillosa confianza en el perfecciona- miento del hombre, en su capacidad para librarse de la eter- na repetición de la desdicha, en su voluntad de crear algo nuevo, es decir, algo mejor. Confianza en los poderes cruza- dos de la ciencia, la instrucción y el comercio para hacer realidad el advenimiento de la edad de oro del género humano, para cuya llegada, según el utopista Saint-Simon, en 1814, sólo faltaban unas cuantas generaciones (fiel en este punto a la inspiración de Francis Bacon, que desde el siglo xvii acariciaba el proyecto de una ciudad ideal, la Nue- va Atlántida, gobernada por sabios). Y, finalmente, certeza de que la humanidad es la única responsable de los males que se inflige y que sólo ella puede enmendarlos, corregirlos sin recurrir a un Gran Relojero o a una Iglesia que siente cátedra desde el más allá. Es la embriagadora sensación de una aurora mesiánica, de un nuevo comienzo de los tiempos que podría transformar este valle de lágrimas en un valle de rosas. La historia ernbaisama en lugar de corromper, el mun- do vuelve a ser una patria común cuyo futuro importa tanto como la preocupación por el destino personal después de la muerte. Puesto que el abismo entre la humanidad y su Crea- dor no ha dejado de crecer desde la Edad Media, el hombre sólo puede contar con sus propias fuerzas para organizar su vida terrenal. Según una &ase de Dupont de Nemours -que parodia el optimismo leibniziano-, toda la existencia, de principio a fin, debe ser la demostración del bien.
La esperanza de la felicidad triunfa sobre el declive de la idea de salvación y de la idea de grandeza, sobre un doble

rechazo de la religión y del heroísmo feudal: preferimos ser felices a ser sublimes o a salvarnos. Lo que cambió tras el Renacimiento es que la estancia en la tierra, gracias a los progresos materiales y técnicos, dejó de considerarse una penitencia o una carga. Capaz de hacer retroceder a la miseria y de ser dueño de su destino, el hombre siente ate- nuarse el disgusto que se inspira a si mismo. El «áspero sabor de la vida» (Huizinga), que aumenta en toda Europa desde mitad de la Edad Media, ordena mirar con nuevos ojos, impregnados de benevolencia, nuestro hábitat; surge en todas partes una rehabilitación del instinto, «una con- quista de lo agradables (Paul Bénichou). El mundo puede dejar de ser un recinto estéril para convertirse en un jardín fértil, los placeres son reales y el dolor no resume por sí solo el conjunto de la experiencia humana (cosa que atestigua toda la tradición utopista desde Tomás Moro y Campane- ¡la). Sobre todo, hay que reconciliarse con el cuerpo: se aca- bó lo de ver en él un efímero y repugnante envoltorio del alma del que hay que desconfiar y desprenderse; a partir de ahora es un amigo, nuestro único esquife en esta tierra, nuestro más fiel compañero, al que conviene proteger, cuidar, aliviar gracias a toda clase de reglas de medicina y de higie- ne; justo lo contrario del amordazamiento, el desprecio y el olvido que predicaba la religión. Es el triunfo de la comodi- dad: la apoteosis de lo acolchado, lo forrado, lo blando, todo lo que amortigua los choques y garantiza el placer.
En suma, las sociedades occidentales se atrevieron, en contra de sus propias tradiciones, a responder al dolor con la mejora de este mundo en lugar de los consuelos del más allá. Es un gesto de audacia inaudita, que la Declaración de Independencia norteamericana se apresuró a inscribir en sus estatutos asegurando que «la vida, la libertad y la bús- queda de la felicidad» forman parte de los derechos huma- nos inalienables. La humanidad ya sólo tiene que rendir cuentas ante sí misma. Como Kant expresa con elocuencia,

rechazo de la religión y de¡ heroísmo feudal: preferimos ser felices a ser sublimes o a salvarnos. Lo que cambió tras el Renacimiento es que la estancia en la tierra, gracias a los progresos materiales y técnicos, dejó de considerarse una penitencia o una carga. Capaz de hacer retroceder a la miseria y de ser dueño de su destino, el hombre siente ate- nuarse el disgusto que se inspira a sí mismo. El «áspero sabor de la vida» (Huizinga), que aumenta en toda Europa desde mitad de la Edad Media, ordena mirar con nuevos ojos, impregnados de benevolencia, nuestro hábitat; surge en todas partes una rehabilitación de¡ instinto, «una con- quista de lo agradables (Paul Bénichou). El mundo puede dejar de ser un recinto estéril para convertirse en un jardín fértil, los placeres son reales y el dolor no resume por sí solo el conjunto de la experiencia humana (cosa que atestigua toda la tradición utopista desde Tomás Moro y Carnpane- ¡la). Sobre todo, hay que reconciliarse con el cuerpo: se aca- bó lo de ver en él un efímero y repugnante envoltorio del alma del que hay que desconfiar y desprenderse; a partir de ahora es un amigo, nuestro único esquife en esta tierra, nuestro más fiel compañero, al que conviene proteger, cuidar, aliviar gracias a toda clase de reglas de medicina y de higie- ne; justo lo contrario del amordazamiento, el desprecio y el olvido que predicaba la religión. Es el triunfo de la comodi- dad: la apoteosis de lo acolchado, lo forrado, lo blando, todo lo que amortigua los choques y garantiza el placer.
En suma, las sociedades occidentales se atrevieron, en contra de sus propias tradiciones, a responder al dolor con la mejora de este mundo en lugar de los consuelos del más allá. Es un gesto de audacia inaudita, que la Declaración de Independencia norteamericana se apresuró a inscribir en sus estatutos asegurando que «la vida, la libertad y la bús- queda de la felicidad» forman parte de los derechos huma- nos inalienables. La humanidad ya sólo tiene que rendir cuentas ante sí misma. Como Kant expresa con elocuencia,


«depende de nosotros que el presente cumpla su promesa de futuro», promesa que responde más a una «seducción» que a una prescripción, es decir, a una remodelación de nuestro planeta según los deseos humanos.' La idea de pro- greso suplanta a la de eternidad, el futuro se convierte en el refugio de la esperanza, el lugar de la reconciliación del hombre consigo mismo. En él convergen la felicidad indivi- dual y la colectiva, especialmente en el utilitarismo anglosa- jón, que pretende poner la felicidad al servicio de todo el género humano para escapar a las acusaciones de inmorali- dad de que era objeto. Según él, la acción justa siempre estaría ligada al placer, y la acción injusta al dolor. Por lo tanto, la humanidad está en constante peregrinación hacia el Bien, y el progreso moral puede «verse a veces interrum- pido, pero nunca roto» (Kant). El tiempo humano está pre- ñado de una semilla feliz, todo se vuelve posible, incluso lo que era inconcebible ayer, y esta nueva convicción es lo que anima la aspiración a una mayor justicia y una mayor igual- dad. Parece que la terrible noche medieval ha quedado atrás para siempre. Para los más exaltados, por ejemplo Condor- cet, la felicidad es sencillamente fatal, es inherente a la mar- cha triunfal del espíritu humano, ir-reversible e infalible a la vez. «Un solo instante», escribe a propósito de la Revolu- ción francesa, «ha puesto un siglo de distancia entre el hombre de hoy y el de mañana». Es imposible no desear la felicidad: es una ley natural del corazón humano, idéntica a las leyes de la materia en el mundo físico; es la réplica moral de la ley de la gravitación universal.
Las ambigüedades del Edén
Pero la tierra prometida del futuro retrocede a medida que la entrevemos, y se parece extrañamente al más allá cristiano. Se evapora cada vez que querernos retenerla,

«clepende de nosotros que el presente cumpla su promesa de futuro», promesa que responde más a una «seducción» que a una prescripción, es decir, a una remodelación de nuestro planeta según los deseos humanos.' La idea de pro- greso suplanta a la de eternidad, el futuro se convierte en el refugio de la esperanza, el lugar de la reconciliación del hombre consigo mismo. En él convergen la felicidad indivi- dual y la colectiva, especialmente en el utilitarismo anglosa- jón, que pretende poner la felicidad al servicio de todo el género humano para escapar a las acusacio 'nes de inmorali- dad de que era objeto. Según él, la acción justa siempre estaría ligada al placer, y la acción injusta al dolor. Por lo tanto, la humanidad está en constante peregrinación hacia el Bien, y el progreso moral puede «verse a veces interrum- pido, pero nunca roto» (Kant). El tiempo humano está pre- ñado de una semilla feliz, todo se vuelve posible, incluso lo que era inconcebible ayer, y esta nueva convicción es lo que anima la aspiración a una mayor justicia y una mayor igual- dad. Parece que la ter-rible noche medieval ha quedado atrás para siempre. Para los más exaltados, por ejemplo Condor- cet, la felicidad es sencillamente fatal, es inherente a la mar- cha triunfa¡ del espíritu humano, irreversible e infalible a la vez. «Un solo instante», escribe a propósito de la Revolu- ción francesa, «ha puesto un siglo de distancia entre el hombre de hoy y el de mañana». Es imposible no desear la felicidad: es una ley natural del corazón humano, idéntica a las leyes de la materia en el mundo físico; es la réplica moral de la ley de la gravitación universal.


defrauda en cuanto nos acercamos a ella. De ahí los equívo- cos de la idea de progreso: invitación al esfuerzo, al valor, esperanza de tener éxito allí donde las generaciones ante- riores han fracasado, pero también defensa de la desdicha presente en nombre de una mejora remitida a mágicas leja- nías. El mañana vuelve a ser la eterna categoría de¡ sacñfi- cio, y el optimismo histórico cobra el aspecto de una inter- minable expiación. El Ecién siempre es para después. Y la posteridad laica de¡ dolor cristiano va a ser fértil: la visión hegeliana considera que los tormentos que los pueblos sufren en el transcurso de¡ tiempo son las etapas necesarias de¡ Espíritu camino de su realización; la visión marxista celebra la violencia como generadora de la Historia y predi- ca la eliminación de las clases explotadoras para acelerar la edificación de una sociedad perfecta; la nietzscheana, que exalta la crueldad y el mal como medios para seleccionar a los más fuertes y mejorar la especie humana; y en general todas las ideologías que ordenan inmolar la parte en benefi- cio de¡ todo. Doctrinas para las que el mal es un momento de¡ bien y que ven en los más terribles tormentos una razón secreta. A partir de ahí puede justificarse cualquier calami- dad siempre que forme parte de la economía general de] universo, cada destrucción prepara una reconstrucción ulterior y la Historia se compone de los errores que poco a poco se convierten en verdades. Hay que acabar con las pesadillas: los peores hor-rores que los hombres se infligen entre sí contribuyen necesariamente al desarrollo de todos. A este respecto, la frase de Hegel vale para toda la moderni- dad: «Si por casualidad hubiera algo que el concepto fuese incapaz de asimilar y disolver, habría que considerarlo la mayor escisión, la peor desgracias .4 Cuando prolifera la angustia, descalifica todas las explicaciones y todos los sofismas, ridiculiza la pretensión de identificar lo real con lo racional. Con respecto al sufrimiento, los modernos, quieran o no, deliran tanto como sus antepasados religio-

defrauda en cuanto nos acercamos a ella. De ahí los equívo- cos de la idea de progreso: invitación al esfuerzo, al valor, esperanza de tener éxito allí donde las generaciones ante- riores han fracasado, pero también defensa de la desdicha presente en nombre de una mejora remitida a mágicas leja- nías. El mañana vuelve a ser la eterna categoría del sacrifi- cio, y el optimismo histórico cobra el aspecto de una inter- minable expiación. El Edén siempre es para después. Y la posteridad laica del dolor cristiano va a ser fértil: la visión hegeliana considera que los tormentos que los pueblos sufren en el transcurso del tiempo son las etapas necesarias del Espíritu camino de su realización; la visión marxista celebra la violencia como generadora de la Historia y predi- ca la eliminación de las clases explotadoras para acelerar la edificación de una sociedad perfecta; la nietzscheana, que exalta la crueldad y el mal como medios para seleccionar a los más fuertes y mejorar la especie humana; y en general todas las ideologías que ordenan inmolar la parte en benefi- cio del todo. Doctrinas para las que el mal es un momento del bien y que ven en los más terribles tormentos una razón secreta. A partir de ahí puede justificarse cualquier calami- dad siempre que forme parte de la economía general del universo, cada destrucción prepara una reconstrucción ulterior y la Historia se compone de los errores que poco a poco se convierten en verdades. Hay que acabar con las pesadillas: los peores horrores que los hombres se infligen entre sí contribuyen necesariamente al desarrollo de todos. A este respecto, la frase de Hegel vale para toda la moderni- dad: «Si por casualidad hubiera algo que el concepto fuese incapaz de asimilar y disolver, habría que considerarlo la mayor escisión, la peor desgracias .4 Cuando prolifera la angustia, descalifica todas las explicaciones y todos los sofismas, ridiculiza la pretensión de identificar lo real con lo racional. Con respecto al sufrimiento, los modernos, quieran o no, deliran tanto como sus antepasados religio-


sos. Y es que el sufrimiento asesta a su orgullo un golpe terri- ble: el de la omnipotencia. Sabemos que en Francia, por ejemplo, ha habido que esperar a los últimos años del si- glo xx para obligar a los médicos a aliviar los dolores de los enfermos en fase termina¡ (y a reconocer los de los recién nacidos), mientras que hasta entonces bastaba con minimi- zarlos, con tratarlos como síntomas reveladores. Pero las extraordinarias argucias de los filósofos, de los ideólogos o de los poderes activos para legitimar la desdicha tropiezan con un hecho indiscutible: las sociedades democráticas se caracterizan por una alergia creciente al sufrimiento. Que éste perdure o se multiplique nos escandaliza aún más por- que ya no podemos recurrir a Dios para consolarnos. En este aspecto, la Ilustración engendró cierto número de con- tradicciones que todavía no hemos resuelto.
Aquí abajo, sólo había que traducir las exigencias morales del cristianismo de forma embrionario. En este mundo sólo había imperfección y mediocridad, la esperan- za de la redención se remitía al más allá. Las criaturas corrientes tenían que compartir cobardías y egoísmos, los justos y los santos estaban obligados a dar testimonio de otro orden, de prodigar amor y caridad sin cuento. En otras palabras, las religiones siempre tendrán una ventaja constitutiva sobre las ideologías laicas: la inutilidad de la prueba. Las promesas que nos presentan no tienen escala humana o temporal, al contrario de nuestros ideales terrestres, obligados a plegarse a la ley de la verificación. De esta misma enfermedad murió el comunismo: del cho- que frontal entre las maravillas anunciadas y la ignominia adquirida. No basta con proclamar el Paraíso sobre la tie- rra, hay que materializarlo en forma de bienestar y atracti- vos, contando con el riesgo, siempre posible, de ftustrar las expectativas.
A este primer impedimento se añade otro. La religión no fomenta las representaciones demasiado exactas del Paraí-

sos. Y es que el sufrimiento asesta a su orgullo un golpe terri-
ble: el de la omn " otencia. Sabemos que en Francia, por tp
ejemplo, ha habido que esperar a los últimos años de¡ si- glo xx para obligar a los médicos a aliviar los dolores de los enfermos en fase termina¡ (y a reconocer los de los recién nacidos), mientras que hasta entonces bastaba con minimi- zarlos, con tratarlos como síntomas reveladores. Pero las extraordinarias argucias de los filósofos, de los ideólogos o de los poderes activos para legitimar la desdicha tropiezan con un hecho indiscutible: las sociedades democráticas se caracterizan por una alergia creciente al sufrimiento. Que éste perdure o se multiplique nos escandaliza aún más por- que ya no podemos recurrir a Dios para consolamos. En este aspecto, la Ilustración engendró cierto número de con- tradicciones que todavía no hemos resuelto.
Aquí abajo, sólo había que traducir las exigencias morales del cristianismo de forma embrionario. En este mundo sólo había imperfección y mediocridad, la esperan- za de la redención se remitía al más allá. Las criaturas corrientes tenían que compartir cobardías y egoísmos, los justos y los santos estaban obligados a dar testimonio de otro orden, de prodigar amor y caridad sin cuento. En otras palabras, las religiones siempre tendrán una ventaja constitutiva sobre las ideologías laicas: la inutilidad de la prueba. Las promesas que nos presentan no tienen escala humana o temporal, al contrario de nuestros ideales terrestres, obligados a plegarse a la ley de la verificación. De esta misma enfen-nedad murió el comunismo: del cho- que frontal entre las maravillas anunciadas y la ignominia adquirida. No basta con proclamar el Paraíso sobre la tie- rra, hay que materializarlo en forma de bienestar y atracti- vos, contando con el riesgo, siempre posible, de frustrar las expectativas.
A este primer irnpedimento se añade otro. La religión no fomenta las representaciones demasiado exactas del Paraí-

so: ese lugar de delicias absolutas donde ya no existen ni el hambre ni la sed ni la rnaldad ni el tiempo, donde los cuer- pos resucitarán dotados de una eterna juventud en mitad de una corte resplandeciente de ángeles y de santos, no podía dar lugar a una representación demasiado precisa. La Igle- sia, al contrario de las sectas milenaristas, ha interpretado siempre los textos escatológicos como alegorías, un rasgo de sensatez que vale para todos los monoteísmos: la resi- dencia divina está más allá de la imaginación humana. Constituye una suma de arrobamientos, una «visión heatífi- ca», llevados a un grado de incandescencia del que no pode- mos hacernos idea. Si alguien pudiera ver a Dios cara a cara sería fulminado de inmediato: es por naturaleza invisible,
irrepresentable, inconcebible. No podemos decir lo que es, sino lo que no es; sólo podemos hablar de él «por negación» (Dionisio el Areopagita).
La fuerza de la idea de salvación reside en su cualidad de éxtasis inefable al lado del Seíior. El pensamiento religioso tiene «por estricta condición que la salvación no debe llegar en ningún caso»,' mientras que la visión laica de la felicidad exige, al contrario, que llegue de inmediato. La desgracia del mundo profano es la de ser incapaz de tolerar la impre- cisión y las moratorias. Puede que, en este aspecto, la idea de progreso entrañe cierta sabiduría, al reconocer de modo tácito que el instante presente no agota todos los atractivos posibles. La sospecha de que si el Paraíso descendiera sobre la tierra nos procuraría, quizás, una eternidad de aburri- miento, el tácito deseo de no ver jamás completamente rea- lizados nuestros anhelos para no llevarnos una decepción, explican también la seducción del progreso: una posibilidad concedida al tiempo para que haga madurar nuevos place- res y renueve los antiguos. Otros objetos de deseo resplan- decen en el futuro. Gracias a ello, contrariamente al célebre adagio, la felicidad puede tener una historia. Ésta se resume en la manera en que cada época y cada sociedad perfilan su

visión de lo deseable y separan lo agradable de lo intolera- ble. La felicidad responde tanto al placer inmediato como a la esperanza en un proyecto capaz de revelar nuevas fuentes de alegría, nuevas perfecciones.
Perseverancia del dolor
En cuanto el objetivo de la vida ya no es el deber sino el bienestar, nos tomamos el menor disgusto como una afren- ta. Tanto en el siglo xviii como en la actualidad, la persis- tencia del sufrimiento, inagotable lepra de la especie huma- na, sigue siendo la obscenidad absoluta. El cristianismo, con gran prudencia, nunca se propuso erradicar el mal sobre la tierra, una ambición demente que hicieron suya los pelagianos y que era signo de idolatría. Pascal calificó justa- mente de loca esa voluntad del hombre de buscar perso- nalmente el remedio a sus miserias. Ahora bien, la Ilustra- ción creía en la regeneración de la especie humana a través de los esfuerzos conjugados del saber, la industria y la razón. Esta creencia no responde a un optimismo desenfre- nado, sino a una mezcla bien dosificada de cálculo y de benevolencia: es posible acabar con casi todos los males que afligen a la especie humana. Es cuestión de tiempo y de paciencia. Pero el dolor, en su infatigable retorno, desmien- te esta ilusión de una perfecta racionalización del mundo. Desde ahora le corresponde al hombre, privado de la ayuda de la Providencia, eliminarlo en la medida de sus posibili- dades; una responsabilidad tan exaltante como abrumado- ra. Había cierta comodidad nacida del pecado original, un optimismo proveniente del infierno íntimo que todos lleva-
mos dentro: éste se perdía en la nochc,,de los tiempos, se dividía entre todos nosotros y libraba al individuo de un peso que abruma a todo el género humano. A fin de cuen- tas, no extrañaba la menor tragedia: en las peores atrocida-

visión de lo deseable y separan lo agradable de lo intolera- ble. La felicidad responde tanto al placer inmediato como a la esperanza en un proyecto capaz de revelar nuevas fuentes de alegría, nuevas perfecciones.

Perseverancia del dolor
En cuanto el objetivo de 1la vida ya no es el deber sino el bienestar, nos tomarnos el menor disgusto como una afren- ta. Tanto en el siglo xviii corno en la actualidad, la persis- tencia del sufrimiento, inagotable lepra de la especie huma- na, sigue siendo la obscenidad absoluta. El cristianismo, con gran prudencia, nunca se propuso erradicar el mal sobre la tierra, una ambición demente que hicieron suya los pelagianos y que era signo de idolatría. Pascal calificó justa- mente de loca esa voluntad del hombre de buscar perso- nalmente el remedio a sus miserias. Ahora bien, la Ilustra- ción creía en la regeneración de la especie humana a través de los esfuerzos conjugados del saber, la industria y la razón. Esta creencia no responde a un optimismo desenfre- nado, sino a una mezcla bien dosificada de cálculo y de benevolencia: es posible acabar con casi todos los males que afligen a la especie humana. Es cuestión de tiempo y de paciencia. Pero el dolor, en su infatigable retorno, desmien- te esta ilusión de una perfecta racionalización del mundo. Desde ahora le corresponde al hombre, privado de la ayuda de la Providencia, eliminarlo en la medida de sus posibili- dades; una responsabilidad tan exaltante corno abrumado- ra. Había cierta comodidad nacida del pecado original, un optimismo proveniente del infierno íntimo que todos lleva- mos dentro: éste se perdía en la noche,de los tiempos, se dividía entre todos nosotros y libraba al individuo de un peso que abruma a todo el género humano. A fin de cuen- tas, no extrañaba la menor tragedia: en las peores atrocida-


des de la historia, venía a confirmar la falta primitiva y la necesidad de la expiación.
Todo cambia cuando el mal estalla sobre un fondo de confianza en la bondad humana: entonces se convierte en un fracaso, en una herejía. Ahora somos responsables de cada infracción y de cada omisión, culpables de defraudar la elevada opinión que la especie humana tiene de sí misma. ¡Atroz fragmentación! Y mientras unos intentan acabar con la desdicha en bloque, corno los revolucionarios, o detalle por detalle, como los refonnistas, nace la sospecha de que quizá semejante empresa sea ilusoria y de que la infelicidad siempre acompañará a la experiencia humana, como si fue- ra su sombra. Antes incluso de que la Revolución francesa consumara las bodas de la virtud y de¡ cadalso, antes de que desmintiera el sueño de una sociedad ideal, el siglo entero había padecido la dificil conquista de la felicidad. La gente creía empezar una cuenta atrás, creía eliminar la iniquidad, y persistía sin embargo en los mismos hábitos. Decidida- mente, el viejo mundo no quería morir. Incluso libre de los prejuicios y de la ignorancia, el espíritu humano seguía registrando una discrepancia entre los valores y los hechos. Desde ese momento, privado de sus coartadas religiosas,
el dolor ya no significa nada, nos resulta un estorbo, es como un espantoso amasijo de fealdades con el que no' sabemos qué hacer. El dolor ya no se explica, sino que se comprueba. Se convierte en el enemigo que hay que elimi- nar, puesto que desafía todas nuestras pretensiones de esta- blecer un orden racional sobre la tierra. Lo que antes gene- raba redención, ahora genera reparación. Pero a causa de una extraña paradoja cuyas consecuencias no dejan de incrementarse, cuanto más tratamos de exterminarlo, más prolifera y se multiplica. Todo lo que resiste al claro poder de] entendimiento, a la satisfacción de los sentidos, a la pro- pagación del progreso recibe el nombre de sufrimiento: la sociedad de la felicidad proclamada se convierte poco a

des de la historia, venía a confirmar la falta primitiva y la necesidad de la expiación. Todo cambia cuando el mal estalla sobre un fondo de confianza en la bondad humana: entonces se convierte en un fracaso, en una herejía. Ahora somos responsables de cada infracción y de cada omisión, culpables de defraudar la elevada opinión que la especie humana tiene de sí misma. ¡Atroz fragmentación! Y mientras unos intentan acabar con la desdicha en bloque, como los revolucionarios, o detalle por detalle, como los reformistas, nace la sospecha de que quizá semejante empresa sea ilusoria y de que la infelicidad siempre acompañará a la experiencia humana, como si fue- ra su sombra. Antes incluso de que la Revolución francesa consumara las bodas de la virtud y de] cadalso, antes de que desmintiera el sueño de una sociedad ideal, el siglo entero había padecido la dificil conquista de la felicidad. La gente creía empezar una cuenta atrás, creía eliminar la iniquidad, y persistía sin embargo en los mismos hábitos. Decidida- mente, el viejo mundo no quería morir Incluso libre de los prejuicios y de la ignorancia, el espíritu humano seguía registrando una discrepancia entre los valores y los hechos. Desde ese momento, privado de sus coartadas religiosas,
el dolor ya no significa nada, nos resulta un estorbo, es como un espantoso amasijo de fealdades con el que no' sabemos qué hacer. El dolor ya no se explica, sino que se comprueba. Se convierte en el enemigo que hay que elimi- nar, puesto que desafía todas nuestras pretensiones de esta- blecer un orden racional sobre la tierra. Lo que antes gene- raba redención, ahora genera reparación. Pero a causa de una extraña paradoja cuyas consecuencias no dejan de incrementarse, cuanto más tratamos de exterminarlo, más prolifera y se multiplica. Todo lo que resiste al claro poder del entendimiento, a la satisfacción de los sentidos, a la pro- pagación del progreso recibe el nombre de sufrimiento: la sociedad de la felicidad proclamada se convierte poco a

poco en una sociedad obsesionada por la angustia, perse- guida por el miedo a la muerte, a la enfermedad, a la vejez. Bajo una máscara sonriente, descubre por todas partes el olor irreparable del desastre. Apenas emancipado de la esclavitud moralizadora, el placer se da cuenta de su fragilidad y tropieza con un obs- táculo mayor: el aburrimiento. Para disfrutar con toda tran- quilidad no basta con barrer tabúes y temores. La felicidad responde a una economía, unos cálculos, unos pesos, nece- sita tanto variedad como contrastes. La satisfacción tiene sobre ella un efecto tan fatal corno el irnpedimento. Una vez más, Voltaire, pionero y crítico a la vez, parece haberío dicho todo sobre el tema. El hombre, escribe en Cándido, está a caballo «entre las convulsiones de la inquietud y el letargo del aburrimientos. Y Julie va todavía más lejos en La nueva Eloísa: «No veo a mi alrededor otra cosa que moti- vos de contento, y no estoy contenta [ ... 1 soy demasiado feliz y me aburro» (sexta parte, carta VIII). Son frases escandalosas que ponen en tela de juicio la euforia oficial sin llegar a rechazarla: la felicidad no es delicada por sucumbir bajo el peso de las prohibiciones, sino por agotar- se en sí misma en cuanto se le da libre curso. Y precisarnen- te a partir del siglo xviii, la felicidad y la vacuidad caminan cogidas de la mano (formando una pareja que la Antigüe- dad ya había asociado). @ _:i@
En resumen, apenas bautizada, la felicidad tropieza con dos obstáculos: se diluye en la vida ordinaria y se cruza en todas partes con el terco dolor. En ciertos aspectos, la Ilus- tración se propuso un objetivo desmesurado: estar a la altu- ra de lo mejor que tiene el cristianismo. Robar a las religio- nes sus prerrogativas para hacerlo mejor que ellas, fue y sigue siendo el proyecto de la modernidad. Y las grandes ideologías de los dos últimos siglos (marxismo, socialismo, fascismo, liberalismo) tal vez sólo hayan sido sustitutos terrenales de las grandes confesiones, para que la desdicha
humana conservara un mínimo sentido, sin el cual sería sencillamente insoportable. Por lo tanto, la modernidad sigue obsesionada por lo mismo que pretende haber supera- do. Lo que había que abandonar y dejar atrás vuelve a angustiar a las generaciones actuales como lo harían un remordimiento o una nostalgia. Por eso, como decía genial- mente Chesterton, el mundo contemporáneo está «lleno de ideas cristianas que se han vuelto locas». La felicidad es una de estas ideas. Por lo menos el siglo xviii no fue el siglo del bienestar arrogante, sino del bienestar frágil, de la sensibilidad siempre a flor de piel que se conmovía por no encontrar en lo real lo que esperaba de él. El siglo xx no ha tenido esta prudencia.

miércoles, 20 de agosto de 2008

LA TRANSFIGURACIÓN DE LA RUTINA

¿Qué es una costumbre? Es una técnica para economizar energía. Se deriva del principio de conservación: no tener que volver a hacerlo todo cada mañana, crear reflejos para absor- ber el incidente, lo particular. Una vida sin reglas sería una pesadilla, ya que éstas, al convertirse en una segunda naturale- za, nos ahorran los esfuerzos repetidos. Ellas nos permiten dominar un arte o un oficio que al principio nos descorazona. Nos apegamos a las costumbres porque imprimen su ritmo a la existencia, porque constituyen su columna vertebral. No son un simple murrnullo de fondo, también dan testimonio de nuestra fidelidad a nosotros mismos. Renegar de ellas seria renegar de sí. El mayor arte no sólo consiste en romper con una rutina, sino en hacer malabarismos con otras tantas para no depender de ninguna. Y no hacen falta muchas viejas cos- tumbres para inventar una nueva. Eso se llatna renacimiento.
Hay, igualmente, una voluntad de repetición cuya última anagaza consiste en volverse invisible, en pasar desapercibida justo cuando domina por completo. En ella, a fuerza de regre- sar a lo idéntico, el tiempo desaparece. Obsesionado por la ori- ginalidad, Occidente cultiva una imagen demasiado negativa de lo repetitivo. Hay culturas en las que el retorno de un mismo tema, como en la música árabe o en la india, o la inmovilidad de una nota indefinidamente sostenida, terminan provocando diferencias imperceptibles. Estas melodías, que en apariencia son enloquecedoramente monótonas, están compuestas de variaciones ínfimas. Compiten con el silencio y nos hipnotizan gracias a su manera singular de avanzar sin moverse del sitio.
En definitiva, lo que acaba con la vida no es la regularidad, sino nuestra incapacidad para convertirla en un arte de vivir que espiritualice lo perteneciente al orden biológico y eleve el mornento más insignificante a rango de ceremonia. Quizás es eso lo que distingue a ambas mitades del mundo occidental, aunque tiendan a aproximarse. Los norteamericanos, como buenos utilitaristas, creen en la felicidad, la han incluido en su Constitución y están dispuestos a enseñársela y pi prescribírsela a todo el mundo. Mientras que los europeos, más escépticos, prefieren los placeres y sobre todo el trato social que, modela- do por una larga tradición, forma una especie de urbanidad colectiva capaz de integrar alegrías y tristezas.
Consideremos la oposición entre fast food, principio de ali- mentación rápida, solitaria y barata, y gastronomía, principio de degustación comunitaria que consume una gran cantidad de tiempo. Son dos maneras de entender la duración: o matar- la abreviando lo que se repite, o hacer de ella una aliada ele- vándola al rango de liturgia. La primera es signo de una socie- dad de servicios articulada en torno a la comodidad y la inme- diatez; la segunda, de una sociedad de costumbres que ve sus usos y su patrimonio como tesoros de inteligencia y elegancia que sería un crimen olvidar. El encanto de¡ viejo mundo es la diversidad de sus culturas, que resisten a la nivelación global. El magnetismo del nuevo es el reflejo de innovación sisternáti- ca. Aquí, nacer significa tener predecesores, detentar el saber de un largo tiempo, allí es anular lo precedente y saltar hacia la tierra prometida del futuro.
La verdad es que las dos soluciones nos tientan y que nos gustaría disfrutar de los placeres del pasado sin sus obligaciones, de las ventajas del presente restándoles su empobrecimiento. Hijos de un linaje mixto, vacilamos entre la nostalgia del ritual y los fantasmas de la simplificación a gran escala.

jueves, 14 de agosto de 2008

LITIO E INTERÉS FARMACEÚTICO

Breve resumen de lo anterior: Algunas investigaciones indican que el litio puede ser bueno para los enfermos con trastorno bipolar.
Por fin, en 1954, un psiquiatra danés llamado Mogens Schou administró litio a una serie de enfermos maníacos y confirmó todas las observaciones de Cade. A partir de entonces, Schou abogó por el empleo del litio para el tratamiento de la manía; su uso empezó a difundirse por Europa. Pese a este reconocimiento, la droga tardó en alcanzar popularidad, especialmente en los Estados Unidos. Quizá la economía de la industria farmacéutica haya influido en ello. Los principales medicamentos antiesquizofrénicos y antidepresivos vigentes en psiquiatría a mediados de los años cincuenta eran todos productos químicos patentados. Significaba ello que cada droga solamente podía ser vendida por la firma comercial que detentaba su patente, cosa que garantizaba considerables beneficios a la empresa en cuestión. Ahora bien, siendo el Litio un metal harto conocido, no era patentable. Así, no es de extrañar que las más importantes compañías farmacéuticas se mostraran reacias a gastar los muchos millones de dólares que cuestan los estudios toxicológicos y los controles clínicos imprescindibles para que un producto farmacéutico pueda ser puesto a la venta. Hasta mediados de los años sesenta no se comercializó en los Estados Unidos y otros países el sitio, beneficiando por fin a cientos de miles de enfermos afligidos de manía. No está claro el motivo por el que las compañías fabricantes superaron su inicial renuencia a comercializar la droga. Un factor que contribuiría a ello sería, presumiblemente, el imperativo moral de proporcionar una medicación que ya era sabido que aliviaba una enfermedad grave. En cualquier caso, aunque el litio no sea una fuente de grandes ganancias, es con todo un producto provechoso para las compañías que lo venden.
"Drogas y cerebro" Solomon H. Snyder. Editorial Prensa Científica.

miércoles, 13 de agosto de 2008

RUBALCABA, EL XENÓFOBO por Edurne Uriarte

NO soy yo la que acusa al ministro Rubalcaba de xenófobo. Al contrario, estoy completamente de acuerdo con sus declaraciones del jueves pasado y no les veo la xenofobia por ninguna parte. Ni un pero, ni siquiera un matiz pretendo añadir a lo afirmado por el ministro: «Si somos laxos y no repatriamos a nadie, esa avalancha no hay quien la pare». El título de este artículo no refleja, por lo tanto, mi valoración sino la realizada por el PSOE sobre este tipo de afirmaciones hasta el pasado 9 de marzo. Hasta entonces, a lo dicho por Rubalcaba, el PSOE lo tildaba de xenofobia.
NO soy yo la que acusa al ministro Rubalcaba de xenófobo. Al contrario, estoy completamente de acuerdo con sus declaraciones del jueves pasado y no les veo la xenofobia por ninguna parte. Ni un pero, ni siquiera un matiz pretendo añadir a lo afirmado por el ministro: «Si somos laxos y no repatriamos a nadie, esa avalancha no hay quien la pare». El título de este artículo no refleja, por lo tanto, mi valoración sino la realizada por el PSOE sobre este tipo de afirmaciones hasta el pasado 9 de marzo. Hasta entonces, a lo dicho por Rubalcaba, el PSOE lo tildaba de xenofobia.
Bien es verdad que ya por esas fechas Zapatero había comenzado a hablar de expulsar a todos los ilegales. Pero como él lo llamaba «devolverlos con dignidad», el efecto era el mismo que el de la paz con ETA, las misiones solidarias del ejército o la desaceleración económica. La izquierda establecía una clara frontera lingüística con la derecha. Y en virtud de la diferencia entre expulsar y devolver, que es algo así como la diferencia entre negociación y diálogo o entre trasvase y conducción temporal, la izquierda estableció que lo suyo era tolerancia y lo de la derecha, xenofobia.
Y no sólo la izquierda política. Igualmente la universitaria, que, en la enésima demostración de que en la Universidad hay más o menos la misma carga ideológica que en el Parlamento y, por supuesto, que en los medios de comunicación, publicó unos días antes de las elecciones un manifiesto firmado por 127 profesores en contra del PP y de «su discurso xenófobo».
Añadían los firmantes universitarios que la mayoría de ellos eran expertos académicos en inmigración. Lo que nos da una idea de cómo anda el saber académico de rigor, objetividad y método científico. Y, sobre todo, de cómo anda de ideología. Muy sobrada en algunas áreas, como la inmigración. El concepto de xenofobia tal como es utilizado por muchos académicos es un ejemplo.
Resulta que ese concepto de xenofobia coincide milimétricamente con todo lo establecido por la izquierda política. O sea, que va de los partidos a la Universidad y no al revés. Y prescribe, por ejemplo, que es xenofobia toda oposición a los derechos políticos de los inmigrantes (el voto) o el apoyo a la expulsión de los inmigrantes o la simple percepción de que la inmigración es un problema (véase, por ejemplo, La activación de la xenofobia, de María Ángeles Cea D´Ancona). Y que es tolerancia la consideración de que la inmigración no es un problema, la aceptación de la llegada de los inmigrantes y el apoyo a sus derechos sociales y también políticos.
Es decir, que la izquierda académica, al igual que la política, ha realizado una burda manipulación del concepto de xenofobia. Y ha mezclado la xenofobia, la repugnancia o el odio hacia el extranjero con la defensa de los derechos y privilegios asociados a la nacionalidad, que es de lo que se trata en esta cuestión. Puede llamársele egoísmo, incluso insolidaridad, a la defensa de esos derechos para los nacionales y su negación para los extranjeros (trabajar en un país, por ejemplo), pero no xenofobia.
Y lo que tampoco puede hacerse es añadir una segunda manipulación en virtud de la cual es la derecha la que defiende esos derechos y privilegios de la nacionalidad y su restricción para los extranjeros y no la izquierda. Porque es la izquierda igual que la derecha la que los sostiene en toda Europa. Algunos, como Zapatero, lo llaman devolver a los ilegales y otros, como Rubalcaba, lo llaman expulsar.
Como no es de esperar que la izquierda española se adapte inmediatamente al nuevo lenguaje de algunos de sus líderes, no cabe descartar que, además de llamarle xenófobo, a Rubalcaba le planteen en los próximos días la misma pregunta que le hicieron a Rajoy cuando propuso el contrato de integración y sostuvo que la inmigración era un problema: «Señor Rubalcaba ¿quién va a cuidar a sus hijos o a sus nietos?». Le responderán ellos mismos: «Pues los inmigrantes, Señor Rubalcaba, y usted, que es un xenófobo, quiere expulsarlos».
publicado en ABC 10 de agosto de 2008

domingo, 29 de junio de 2008

DEMÓCRATAS Y REPUBLICANOS

Por último, tenemos que hacer una pequeña alusión a las diferencias que, hoy día, existen entre los partidarios de la democracia y los partidarios de la república, en lo que se refiere a sus valores. Todos sabemos que en Estados Unidos, que es una gran democracia, existen dos partidos dominantes: el demócrata y el republicano. Los dos, por supuesto, aceptan las reglas del juego democrático, pero se distinguen claramente en su interpretación de la democracia. Esta diferencia no se da sólo en USA, sino en la mayoría de los países democráticos occidentales. Así, recientemente, un autor político francés ha publicado un libro que lleva por título “La república contra la democracia” ¿En qué se diferencia, pues, el talante democrático del republicano, dentro de las actuales democracias?

1. Los republicanos mantienen una concepción de la democracia en la cual la aristocracia, es decir, las minorías selectas de la inteligencia o el dinero, ocupa una importante función. Los demócratas, por el contrario, tratan de que el papel de la aristocracia sea menor.

2. Aunque la democracia trata de unir la libertad y la igualdad, los republicanos ponen más énfasis en la libertad, mientras que los demócratas lo hacen en la igualdad.

3. Los republicanos subrayan la idea de orden y equilibrio externo, mientras los demócratas dan más importancia a la idea de justicia social. “Prefiero la injusticia a soportar el desorden” GOETHE

4. Si el orden lo requiere, las libertades democráticas de expresión, reunión manifestación o asociación, pueden ser suprimidas o suspendidas temporalmente, según los republicanos. Los demócratas tratan de mantener a toda costa aquellas libertades.

5. El republicano es más pesimista con respecto a la naturaleza humana, cree en la necesidad de la fuerza y suele destacar los excesos violentos que las masas han cometido. El demócrata es optismista con respecto a la bondad natural del pueblo y evita recurrir a la fuerza.

6. En política exterior el republicano cree también en la necesidad de utilizar la fuerza, mientras que el demócrata se muestra pacifista.



"El valor de la democracia" Carlos Eymar. Editorial San Pablo.

miércoles, 9 de abril de 2008

ELEGIR LO CONTINGENTE

Sólo es feliz aquel que cada día
puede en calma decir: Hoy he vivido.
Que nuble el cielo Júpiter mañana
o lo esclarezca con el sol más vivo,
nunca podrá su mente poderosa
hacer que, lo que fue, ya no haya sido,
ni logrará que no esté ya acabado
lo que colmó el momento fugitivo.

Horacio, Lib. 111, oda 29

Los humanos estamos enfermos de énfasis. O quizá no propiamente enfermos sino sólo convalecientes, porque el afán enfático es algo así como un último y recurrente acceso febril que padecemos a consecuencia de largas dolencias dogmáticas anteriores: las religiones de lo absoluto, la absolutización religiosa de proyectos sociales o fórmulas científicas (las cuales al absolutizarse dejan de serio y se convierten en encantamientos). Despertamos de las religiones, descreemos de los dogmas pero no perdemos su énfasis, la nostalgia lacerante de su énfasis. El énfasis: la valoración hiperbólico de lo contingente, es decir, la magnificación arrebatada de aquello que puede ser o no ser. No entronizamos lo falso o lo insolvente, sino que convertimos en falso e insolvente aquello que entronizamos... por el hecho mismo de empeñarnos en entronizarle sin reserva ni remedio.
El énfasis distorsiona por exceso de intensidad: anula las proporciones, desvirtúa la escala humana
corno los espejos que en algunas barracas de las ferias distorsionan grotescamente la imagen que a la vez reflejan y pervierten. Lo que muestran tales espejos guarda un parecido suficientemente compro metedor con el modelo que replican, pero engañan respecto a su armonía morfológica y sus magnitudes topológicas: lo hacen a la vez reconocible e irreconocible. Lo conocemos pero de un modo tan enfático y engrandecedor que ya no podemos estar seguros de saber lo qué es... Lo antes familiar rompe allí su parentesco con nosotros, se agiganta para esclavizarmos o nos decepciona radicalmente cuando su gigantismo termina revelándose como efecto óptico. Primero apreciamos la absolutización de lo contingente, después -si nos vemos obligados por el trauma de lo real a corregir la falsa perspectiva lo despreciamos por no haber sabido responder a nuestra espera enfática de absoluto. Y repetimos la queja de Macheth contra el demonio al comprobar que nunca debió prestar credulidad enfática literal a sus vaticinios de que el bosque de Birnan subiría a la alta colina de Dunsinane, o de que hay hombres que no nacieron de su madre: también nosotros estamos dispuestos a proclamar que el diablo «miente diciendo palabras verdaderas». Ese demonio tan poco fiable que nos desconsuela es el genio maligno del énfasis desaforado.
Se acusa a nuestra época de ser incurablemente «trivial». Pero por tal trivialidad suele entenderse aquello que decepciona inmediatamente la urgencia del empeño enfatizador. Cuesta reconocer a los enfáticos que la trivialidad que se resiste a ser absolutizada es sin duda lo menos trivial de todo, aquello que guarda mejor sus proporciones. La auténtica trivialidad morbosa es convertir en necesario lo contingente, hipertrofiar como trascendental aquello cuyo encanto y significado estriba precisamente en permanecer inmanente. Lo trivial es la necesidad de poner mayúscula a todo lo que sin ella, en su brevedad efímera y conmovedora, debería suscitar tanto más nuestro aprecio y nuestro respeto: trivializando el amor en Amor, la justicia en Justicia, la democracia en Democracia, las libertades en Libertad, lo natural en Naturaleza y lo humano en Humanidad. Si nuestra época escéptica y apresurada retrocede ante las mayúsculas, bendita sea al menos por ello. Pero dudo que eso ocurra, porque aún vemos en todos los campos -políticos, sociales, artísticos, religiosos...- un afán de énfasis distorsionador capaz eventualmente de convertir en monstruoso lo hogareño y en peligroso lo útil, como sucede en esas películas en las que una arañita, una hermosa mujer o un niño se agigantan hasta transformarse en factores incontrolablemente catastróficos. Yo podría aceptar el retorno posmoderno y razonablemente debilitado de los viejos dogmas eclesiales si viese que Dios se escribe ahora con minúscula... e incluso en plural. Lo cual aún no sucede. Imponer por doquiera el énfasis se argumenta como una búsqueda de sentido para la vida o, si se prefiere así, de Sentido. Nuestros actos, nuestras instituciones, nuestros afectos tienen evidentemente sentido pero sólo un sentido contingente, como nosotros mismos. Ese sentido, concedido por lo cotidiano que apetecernos y buscamos, se nos parece demasiado para resultamos plenamente satisfactorio. Ambicionamos que los sentidos minúsculos de las cosas y gestos contingentes desemboquen en un Sentido mayúsculo, inapelable y necesario. Es decir, llegar por la vía de los sentidos contingentes y desdeñándolos hasta un Sentido superior, eterno y necesario, que esté más allá de toda contingencia y nos rescate de ella. Como tal Sentido nunca acaba de llegar (y cuando parece haber llegado se disipa en abrumadora devastación), proclamarnos absurda y vacía la existencia. Odo Marquard ha escrito muy bien, con lúcida ironía, sobre esa imposibilidad de despedimos con alivio de lo sensacional, del sentido sensacional y de la falta no menos sensacional de sentido, que emponzoña nuestras actividades y nuestros goces. Quien padece ese afán, dice Marquard, «no quiere leer, sino que quiere sentido, no quiere escribir, sino que quiere sentido, tampoco quiere trabajar, sino que quiere sentido, ni quiere holgazanear, sino que quiere sentido, ni quiere amar, sino que quiere sentido, ni quiere ayudar, sino que quiere sentido, no quiere cumplir obligaciones, sino que quiere sentido... 1... 1 no quiere familia, sino sentido, no quiere Estado, sino sentido, no quiere arte, sino sentido, no quiere economía, sino sentido, no quiere ciencia, sino sentido, no quiere compasión, sino sentido, etc. ». Y precisamente de ese modo se boicotean todas las cosas que aportan sentido limitado pero auténtico a la vida, se imposibilita su disfrute y su mejora en el turbio anhelo de un Sentido mayúsculo, sin mediaciones, que es incompatible con nuestra contingencia. La bulimia enfática de sentido convierte en sinsentido y en ceniza desdeñable el tejido mismo de lo que constituye nuestra tarea vital. Nos sentimos desdichadamente insignificantes porque transcurrimos entre significados provisionales ni más ni menos perecederos pero tan reales como nosotros mismos. Esta ansia se pretende sublime y en verdad es profundamente trivial, radicalmente trivializadora. No nos libra de ninguno de los males que nos corresponden y enturbia los bienes que podemos alcanzar. Por eso dice Marquard que deberíamos practicar una dietética del sentido y hacer una cura de adelgazamiento del énfasis... En términos filosóficos más clásicos y menos irónicos, esa dietética se resuelve en una ética y una estética de la contingencia. No meramente resignadas ante lo contingente, sino inspiradas por su transitoriedad y su incertidumbre. Santo Tomás dijo que «contingente» es lo que puede ser y también no ser, es decir, lo que eventualmente existe aunque sin ser necesariamente. Sin embargo, lo que es, en cuanto que es, pertenece imborrablemente a la existencia: podrá dejar de ser pero nunca dejará de haber sido. Su fragilidad perpetuamente amenazada, que en nada se funda ni nada justifica con plenitud de necesidad, desafía con su «ahora sí», con su «aún sí», a la nebulosa infinitud temporal que la precede y que la sigue. Ahora somos, ahora se da cuanto nos corresponde e importa, y ningún absoluto es más invulnerable que nuestra transitoria invulnerabilidad. La oda de Horacio que sirve de epígrafe a estas páginas expresa con poética concisión este profundo concepto. Sobre ello tienen que versar ética y estética, a partir de que bueno es lo que nos conviene en su contingencia y bello es la consideración gozosa de lo que manifiesta su contingencia. Ni una ni otra responden al criterio de lo absoluto pero tampoco renuncian absolutamente a proponer criterios que mantengan su razón perecedera como si mereciese no perecer. Y no pretenden poseer (ni se desesperan por no poseer) un Sentido mayúsculo, que supere y desdeñe todas las mediaciones tentativas que conocemos, sino que juegan a partir del entrecruzamiento de los múltiples sentidos que orientan nuestras actividades y configuran nuestra visión vital.
Lo contingente no es una lacra en el empeño ético y estético, sino su condición inexcusable. En ambas categoi4as básicas, la de lo bueno y la de lo bello, se incluyen la exaltación que celebra y el proyecto afanoso de conservar. Pero sólo puede celebrarse lo que llega a ser de modo admirable pudiendo no haber sido así: es absurdo celebrar lo que es cuando lo es de modo irremediable. Y ¿quién va a proponerse seriamente «conservar» lo eterno? Sólo intentamos conservar lo que podemos perder. De igual modo funciona el amor, máxima celebración de la existencia de aquello que apreciamos como conveniente y que puede desaparecer o no advenir. Siempre me ha resultado incomprensible hablar de un «amor» a Dios, porque lo necesario y eterno puede ser considerado terrible o venerado como sublime, aceptado con resignación o confianza... pero nunca verdaderamente «amado». Suponer lo contrario es blasfemar contra el verdadero amor, que se aferra con determinación temblorosa a lo que puede desvanecerse. Por tanto es lógico que quien se sabe mortal ame la vida: porque le ha llegado azarosamente y porque va a perderla sin remedio. Contra Platón, pues: nada conviene menos a lo bueno y lo bello que la inalterable eternidad. Sin contingencia, no hay ética que proteja ni estética que admire y disftute.
Baudelaire habló una vez de¡ «éxtasis de la vida y de¡ horror de la vida». Ambos se dan juntos, inseparablemente, como claves de nuestra contingencia. El precio del éxtasis es el horror; el rescate del horror es el éxtasis. Éxtasis porque la presencia actual de la realidad es irreparable e inatacable en su ciega gratuidad que nada fundamenta, pero tampoco nada puede borrar; horror porque viene de lo silencioso y lo oscuro, adonde volverá. Nada más puede pedirse, nada menos debe aceptarse. A esa plena aceptación sin condiciones ni remilgos de la vida que se manifiesta entre el parpadeo del ser y el no ser llamamos alegría. La alegría ni justifica nada ni rechaza nada: asume lo irrepetible y frágil que se le ofrece como su único campo de juego. Y se deleita en él, con gloria, con esfuerzo, con generosidad que a veces parece cruel y en el fondo, reflexivamente, resulta compasiva. La alegría es el nervio misterioso que nos vincula sin rechazo a la belleza en la estética y al bien en la ética.
La belleza de lo contingente es la que celebra tanto el temblor de lo que nos es dado como la sombra de lo que nos falta. Ni el Bien ni la Belleza son propuestas inalterables, eternas, que nos aguardan en el exterior de la caverna de esta fugacidad más asombrada que sombría en la que transcurre la peripecia que encarnamos. No suspiremos por salir de esa caverna, ni creamos a los que dicen que salieron y se ufanan de haber retornado para deslumbrarnos con lo inalcanzable. Optemos por el perfeccionamiento humildemente tentativo y resignadamente inacabable de lo que siempre nos parecerá de algún modo imperfecto, en lugar de rechazarlo con desánimo culpable o de intentar agigantarlo hasta que su enormidad inhumana nos abrume. La única forma compatible con nuestra contingencia de multiplicar los bienes que apreciamos es intercambiarlos, compartirlos, comunicarlos a nuestros semejantes para que reboten en ellos y vuelvan a nosotros cargados de sentido renovado. Es trivial la desmesura que pretende ascender cualquier significado a totalidad que rompa nuestras múltiples relaciones fragmentadas, parciales y sucesivas con quienes nos miran a los ojos desde nuestra misma estatura. En todos los prudentes miramientos para no desorbitar lo que admiramos reside precisamente lo que nos salva -ante nuestros propios ojos, al menos- de la insignificancia. Y también en no resignarnos a su rutina o su mediocridad: la aceptación gozosa de lo contingente no prohíbe luchar por la excelencia. Por excelencia no entendemos la búsqueda de ningún absoluto (lo excelente conseguido será tan contingente como lo mediocre rebasado), sino el afán de ir más allá y perfeccionar cuanto hemos logrado... aunque sin salirnos nunca de la limitación que nos define y acota el sentido a que podemos aspirar.
Al final la aspiración a lo bueno y lo bello son sólo caminos por los que transitamos forzosamente con inquietud pero no sin armonía. ¿Seremos capaces de librarlos alegremente de la contaminación enfática?
PUBLICADO POR FERNANDO SAVATER, Capitulo 12 de "El valor de elegir". 2003, Barcelona: Ariel.

sábado, 5 de abril de 2008

AMOR EROTICO (Erich From)

El amor erótico.

El amor fraterno es amor entre hermanos; el amor materno es amor por el desvalido. Diferentes como son entre sí, tienen en común el hecho de que, por su misma naturaleza, no están restringidos a una sola persona. Si amo a mi hermano, amo a todos mis hermanos; si amo a mi hijo, amo a todos mis hijos; no, más aún, amo a todos los niños, a todos los que necesitan mi ayuda. En contraste con ambos tipos de amor está el amor erótico: el anhelo de fusión completa, de unión con una única otra persona. Por su propia naturaleza es exclusivo y no universal; es también, quizá, la forma de amor más engañosa que existe.
En primer lugar se lo confunde fácilmente con la experiencia explosiva de “enamorarse”, el súbito derrumbe de las barreras que existían hasta ese momento entre dos desconocidos. Pero, como señalamos antes, tal experiencia de repentina intimidad es, por su misma naturaleza, corta duración.
Cuando el desconocido se ha convertido en una persona íntimamente conocida, ya no hay más barreras que superar, ningún súbito acercamiento que lograr. Se llega a conocer a la persona «amada» tan bien como a uno mismo. O, quizá, sería mejor decir tan poco. Si la experiencia de la otra persona fuera más profunda, si se pudiera experimentar la infinitud de su personalidad, nunca nos resultaría tan familiar -y el milagro de salvar las barreras podría renovarse a diario-. Pero para la mayoría de la gente, su propia persona, tanto como las otras, resulta rápidamente explorada y agotada. Para ellos, la intimidad se establece principalmente a través del contacto sexual. Puesto que experimentan la separatidad de la otra persona fundamentalmente como separatidad física, la unión física significa superar la separatidad.
Existen, además, otros factores que para mucha gente significan una superación de la separatidad. Hablar de la propia vida, de las esperanzas y angustias, mostrar los propios aspectos infantiles, establecer un interés común frente al mundo -se consideran formas de salvar la separatidad-. Aun la exhibición de enojo, odio, de la absoluta falta de inhibición, se consideran pruebas de intimidad, y ello puede explicar la atracción pervertida que sienten los integrantes de muchos matrimonios que sólo parecen íntimos cuando están en la cama o cuando dan rienda suelta a su odio y a su rabia recíprocos. Pero la intimidad de este tipo tiende a disminuir cada vez más a medida que transcurre el tiempo. El resultado es que se trata de encontrar amor en la relación con otra persona, con un nuevo desconocido. Este se transforma nuevamente en una persona «íntima», la experiencia de enamorarse vuelve a ser estimulante e intensa, para tornarse otra vez menos y menos intensa, y concluye en el deseo de una nueva conquista, un nuevo amor -siempre con la ilusión de que el nuevo amor será distinto de los anteriores-. El carácter engañoso del deseo sexual contribuye al mantenimiento de tales ilusiones.
El deseo sexual tiende a la fusión -y no es en modo alguno sólo un apetito físico, el alivio de una tensión penosa-. Pero el deseo sexual puede ser estimulado por la angustia de la soledad, por el deseo de conquistar o de ser conquistado, por la vanidad, por el deseo de herir y aun de destruir, tanto como por el amor. Parecería que cualquier emoción intensa, el amor entre otras, puede estimular y fundirse con el deseo sexual. Como la mayoría de la gente une el deseo sexual a la idea del amor, con facilidad incurre en el error de creer que se ama cuando se desea físicamente. El amor puede inspirar el deseo de la unión sexual; en tal caso, la relación física hallase libre de avidez, del deseo de conquistar o ser conquistado, pero está fundido con la ternura. Si el deseo de unión física no está estimulado por el amor, si el amor erótico no es a la vez fraterno, jamás conduce a la unión salvo en un sentido orgiástico y transitorio. La atracción sexual crea, por un momento, la ilusión de la unión pero, sin amor, tal «unión» deja a los desconocidos tan separados como antes -a veces los hace avergonzarse el uno del otro, o aun odiarse recíprocamente, porque, cuando la ilusión se desvanece, sienten su separación más agudamente que antes-. La ternura no es en modo alguno, como creía Freud, una sublimación del instinto sexual; es el producto directo del amor fraterno, y existe tanto en las formas físicas del amor, como en las no físicas.
En el amor erótico hay una exclusividad que falta en el amor fraterno y en el materno. Ese carácter exclusivo requiere un análisis más amplio. La exclusividad del amor erótico suele interpretarse erróneamente como una relación posesiva. Es frecuente encontrar dos personas «enamoradas» la una de la otra que no sienten amor por nadie más. Su amor es, en realidad, un egotismo á deux; son dos seres que se identifican el uno con el otro, y que resuelven el problema de la separatidad convirtiendo al individuo aislado en dos. Tienen la vivencia de superar la separatidad, pero, puesto que están separados del resto de la humanidad, siguen estándolo entre sí y enajenados de sí mismos; su experiencia de unión no es más que ilusión. El amor erótico es exclusivo, pero ama en la otra persona a toda la humanidad, a todo lo que vive. Es exclusivo sólo en el sentido de que puedo fundirme plena e intensamente con una sola persona. El amor erótico excluye el amor por los demás sólo en el sentido de la fusión erótica, de un compromiso total en todos los aspectos de la vida -pero no en el sentido de un amor fraterno profundo-.
El amor erótico, si es amor, tiene una premisa. Amar desde la esencia del ser -y vivenciar a la otra persona en la esencia de su ser-. En esencia, todos los seres humanos son idénticos. Somos todos parte de Uno; somos Uno. Siendo así, no debería importar a quién amamos. El amor debe ser esencialmente un acto de la voluntad, de decisión de dedicar toda nuestra vida a la de la otra persona . Ese es, sin duda, el razonamiento que sustenta la idea de la indisolubilidad del matrimonio, así como las muchas formas de matrimonio tradicional, en las que ninguna de las partes elige a la otra, sino que alguien las elige por ellas, a pesar de lo cual se espera que se amen mutuamente. En la cultura occidental contemporánea, tal idea parece totalmente falsa. Se supone que el amor es el resultado de una reacción espontánea y emocional, de la súbita aparición de un sentimiento irresistible. De acuerdo con ese criterio, sólo se consideran las peculiaridades de los dos individuos implicados -y no el hecho de que todos los hombres son parte de Adán y todos las mujeres parte de Eva-. Se pasa así por alto un importante factor del amor erótico, el de la voluntad. Amar a alguien no es meramente un sentimiento poderoso -es una decisión, es un juicio, es una promesa-. Si el amor no fuera más que un sentimiento, no existirían bases para la promesa de amarse eternamente. Un sentimiento comienza y puede desaparecer. Cómo puedo yo juzgar que durará eternamente, si mi acto no implica juicio y decisión
Tomando en cuenta esos puntos de vista, cabe llegar a la conclusión de que el amor es exclusivamente un acto de la voluntad y un compromiso, y de que, por lo tanto, en esencia no importa demasiado quiénes son las dos personas. Sea que el matrimonio haya sido decidido por terceros, o el resultado de una elección individual, una vez celebrada la boda el acto de la voluntad debe garantizar la continuación del amor. Tal posición parece no considerar el carácter paradójico de la naturaleza humana y del amor erótico. Todos somos Uno; no obstante, cada uno de nosotros es una entidad única e irrepetible. Idéntica paradoja se repite en nuestras relaciones con los otros. En la medida en que todos somos uno, podemos amar a todos de la misma manera, en el sentido del amor fraternal. Pero en la medida en que todos también somos diferentes, el amor erótico requiere ciertos elementos específicos y altamente individuales que existen entre algunos seres, pero no entre todos.
Ambos puntos de vista, entonces, el del amor erótico como una atracción completamente individual, única entre dos personas específicas, y el de que el amor erótico no es otra cosa que un acto de la voluntad, son verdaderos -o, como sería quizá más exacto, la verdad no es lo uno ni lo otro. De ahí que la idea de una relación que puede disolverse fácilmente si no resulta exitosa es tan errónea como la idea de que tal relación no debe disolverse bajo ninguna circunstancia.

miércoles, 19 de marzo de 2008

CRÍTICA AL PROFESORADO

¿ES PUBLICA LA ESCUELA PUBLICA? de Mariano Fernandez Enguita

Esta pregunta, en parte puramente retórica, podría formularse de diversas maneras. Por ejemplo: ¿es pública la escuela estatal?, ¿sirve la escuela pública al interés público?, ¿prima en ella el interés público o está subordinado a otros intereses que no lo son?, ¿funciona la escuela pública como un verdadero servicio público? En el título de este artículo hay ya dos ambigüedades que conviene disipar: la primera es que, al hablar de escuela pública, me refiero a la escuela estatal —no importa de qué administración dependa—, no a las escuelas sostenidas con fondos públicos, que incluyen las concertadas, si bien una buena parte de lo que diré podría aplicarse también a ellas; la segunda es que, al preguntar si es pública, me refiero exactamente a si tanto el interés público —el interés de toda la sociedad— como los intereses del público —los intereses de los alumnos que asisten a ella y los de sus familias—, aun parcialmente subordinados éstos a aquél, priman sobre los intereses de otros sectores, en particular sobre los del personal del centro y, más concretamente, los del profesorado.
Adicionalmente, quiero aclarar de antemano otra cuestión: aunque, en el aspecto que voy a tratar, algunos de los problemas que señalaré, que derivan en gran parte de los privilegios del funcionariado y la falta de control sobre su trabajo, están lógicamente menos presentes en la escuela privada, sea o no concertada, de ello no se desprende que ésta se sitúe, rebus sic stantibus, más cerca ni del interés público ni de los intereses del público. Lo primero no sucede, sencillamente, porque una buena parte de la enseñanza privada se caracteriza todavía, en España, por un fuerte componente ideológico —religioso o no— y una vocación clasista que se traduce en mantener a distancia a los alumnos más "problemáticos", lo cual casa mal con el interés público, cuando no se opone abiertamente a él. Lo segundo, tampoco necesariamente, o al menos no en la medida que cabría esperar de la sola consideración de los defectos de la pública, dada la elevada dosis de pura y simple mercadotecnia que hay en su relación con la clientela. Además, si la escuela pública, aun dependiendo de una administración más o menos centralizada, es ya más diversa de lo que en principio se piensa, distribuyéndose los centros en un continuo que va de lo óptimo a lo pésimo, o viceversa, la escuela privada aún lo es más, al depender de un sinfín de particulares, empresas, cooperativas, franquicias, órdenes religiosas, movimientos pedagógicos, etc.
Empecemos, pues, de nuevo: ¿es pública la escuela pública? Sí, por supuesto, en cuanto que es financiada por fondos públicos, su titular son los poderes públicos y sus trabajadores son funcionarios públicos, pero la pregunta no era tan sencillamente tautológica. Cuando se discute en el mundo de la enseñanza sobre el modelo educativo global, y particularmente sobre la estructura del sistema, suele distinguirse entre escuela pública y escuela estatal : la primera estaría al servicio del interés público; la segunda, al de los designios del Estado o del gobierno. Esta distinción fue particularmente popular en la época de la transición política y en todo el debate que tuvo lugar desde ésta hasta la aprobación de la LODE. Se quería con ello señalar que la escuela pública no debía ser utilizada por el poder político para fines opresores o partidistas, por lo cual se reivindicaba la autonomía de los centros, la libertad de conciencia del profesorado, el pluralismo ínter y/o intracentros, etc. Aunque nunca hayan desaparecido tales riesgos (piénsese, por ejemplo, en las veleidades manipuladoras tanto de los nacionalistas y regionalistas como de la exministra Aguirre), lo cierto es que la pregunta tiene ahora otro sentido.
La jerga legislativa y los portavoces de la escuela privada concertada han confluido a veces en englobar bajo el la expresión escuela pública tanto a la estatal como a la privada concertada. Para los partidarios de la pública, sin embargo, la concertada no lo es tanto, pues, aunque esté financiada con fondos públicos y sujeta a una regulación relativamente estricta, la propiedad privada de los centros y las prerrogativas de los propietarios cuestionarían ese carácter: la ley y la financiación, pues, no bastan. Sin duda tenemos razón, pero la cuestión que toca hoy es la siguiente: ¿bastan, del otro lado, la ley y la titularidad estatal para garantizar que la llamada escuela pública sea inequívocamente pública?
Mi opinión es que no; que, aun en esas circunstancias
—o precisamente en ellas—, es posible una subordinación de la escuela a otros intereses, concretamente a los intereses más espurios de los profesionales del sector, que puede calificarse abiertamente de apropiación, en la medida en que intereses y objetivos públicos (los del alumnado, la comunidad entorno y la sociedad global) quedan subordinados a los intereses y objetivos privados (de cada profesor) y corporativos (del conjunto del profesorado), a veces hasta el punto de su abandono. Eso es, creo, lo que ha tenido lugar en el último periodo, sobre todo en el último decenio. Intentaré explicarlo.
Primero. No ha habido una sola reforma del calendario o el horario escolares que no haya consistido en reducirlos. Se ha repetido hasta la saciedad, sin el más mínimo fundamento, que la llamada jornada continua (y, por tanto, intensiva) iba en interés de los alumnos; se ha aplicado ya en buena parte de España, prometiendo maravillas y complementos extraescolares que nunca han funcionado; se han impuesto por la vía de hecho vacaciones y fiestas semiclandestinas como la impresentable semana blanca o los días de entrega de notas; se ha convertido en costumbre empezar el curso el último día y terminarlo el primero dentro del plazo discrecional que fijan las instrucciones de la Administración; se ha vuelto indiscutible que, puesto que el horario se puede reducir en junio y septiembre, se reduce. Resulta casi grotesca la frivolidad con que numerosos enseñantes vocean las pretendidas excelencias de la jornada continua, afirmando que diversos estudios las demuestran, para no ser jamás capaces de señalar ni uno sólo. En sentido contrario, clama al cielo que, cuando las últimas noticias sobre el fracaso escolar indican que éste afecta de nuevo a un tercio de los alumnos que terminan la ESO, a nadie se le ocurra la posibilidad de utilizar horas adicionales e incluso el mes de julio para concentrarse en los alumnos de menor rendimiento, cuando, teóricamente, el profesorado está disponible —a pesar de la eficacia probada, ésta sí, de políticas como la doposcuola italiana (prolongación del horario escolar) o las summer schools norteamericanas. Como resultado, numerosas familias acuden a la privada en busca de horarios menos concentrados, servicios más eficientes, actividades más diversas y mecanismos de recuperación veraniegos.
Segundo. Se supone que los profesores disponen de una parte importante de su tiempo pagado (en la práctica, la mitad de las horas en la escuela primaria y casi dos tercios en la secundaria, por no hablar de un total de dos meses no lectivos pero tampoco vacacionales) para dedicarlo a la preparación de las clases, la renovación de los programas o el perfeccionamiento profesional, pero, aunque muchos lo hacen, otros muchos no, y no existen mecanismos ni legales, ni económicos, ni siquiera morales que les fuercen a hacerlo. La autonomía profesional se traduce para muchos en simple tiempo libre retribuido. Como resultado, el de enseñante se ha convertido en un empleo potencialmente a tiempo parcial, pero remunerado, en todo caso, a tiempo completo. Se ha confundido de manera interesada la nmuy loable reducción del horario lectivo de los profesores —que podría incluso ser conveniente llevar aún más lejos, ya que se trata de una actividad fuertemente estresante—, con la reducción de su horario laboral, que es cosa bien distinta. Nadie niega, por supuesto, que el horario sigue siendo de treinta y siete horas y media semanales, pero son muy pocos los que lo practican. Recuérdese, por ejemplo, el lamentable espectáculo del amotinamiento de buena parte del profesorado canario de enseñanza secundaria contra la hora 25, es decir, contra la exigencia de pisar el centro por la tarde ¡un día a la semana! Como actividad profesional que es, imposible de regular al detalle, y por deber discurrir sólo parcialmente en el aula y en contacto con los alumnos, la calidad de la docencia depende en gran medida de la voluntad del profesor, voluntad que depende de su vocación, su motivación, etc. Sin embargo, esa autonomía sólo puede funcionar asociada a dos cosas: de un lado, a un elevado nivel de conciencia profesional o, si se prefiere, a una cultura profesional que socialice adecuadamente a los componentes de la profesión asegurando que interiorizan en grado suficiente las normas de conducta y rendimiento que le son específicas; de otro, a mecanismos de control internos y externos adecuados para disuadir a los que incumplen esas normas. Ni una cosa ni otra funcionan hoy, de modo eficaz, en la enseñanza no universitaria.
Tercero. La mayoría de los intentos innovadores de las Administraciones y, en especial, cualquier propuesta de que el profesor se responsabilice de algo que no sean su clase y su aula, tropiezan con una denodada resistencia. Por eso menudean los conflictos por las tutorías en secundaria, por la vigilancia de los recreos en primaria, por la atención a los comedores, por las salidas y actividades extraescolares, etc., se reducen al mínimo la atención a los padres, el trabajo de las comisiones pedagógicas, las coordinaciones de ciclo, los seminarios, etc. y se evitan tanto en los claustros como en los consejos cualesquiera discusiones de fondo, no ya sobre la educación en sí, sino sobre los elementos básicos del funcionamiento cotidiano. Parte del profesorado sigue apegada al libro de texto como fuente última de la organización docente, y propuestas como la atención a la diversidad de niveles e intereses en el aula, la apertura el medio, etc., se quedan, tan a menudo como lo contrario, en simple papel mojado. Como resultado, las reformas se degradan de modo decisivo, cuando no naufragan, en proceso mismo de su aplicación.
Cuarto. Aunque la LODE, y luego la LOPEG, han tratado, con mayor o menor acierto, de otorgar autonomía a los centros y asegurar su gobierno democrático por el conjunto de los sectores implicados, el profesorado mantiene una actitud entre indiferente y hostil hacia la participación. La mayoría no quiere ser parte del Consejo Escolar, se procura que sus reuniones sean puramente rutinarias, se le hurta información, se reacciona corporativamente ante cualquier crítica de padres o alumnos, se mira con desconfianza a las asociaciones de padres, etc. En general, la presencia de otros en el gobierno del centro (otra cosa es su utilización como mano de obra auxiliar) es vista como un engorro impuesto, como una intromisión; como la otra cara, por decirlo de la manera habitual, del pretendido vaciamiento de competencias del claustro —pretensión que no resiste el más mínimo contraste con la realidad. Como resultado, la gestión democrática y compartida de los centros se ha convertido en muchos de ellos en poco más que una ficción. Los proyectos educativos de centro, en los que deberían plasmarse tanto la apertura del núcleo profesional del centro a la especificidad del entorno social como la aportación de éste a la tarea educativa, se limitan, las más de las veces, a expresiones rituales de buenos deseos que nadie niega, pero que carecen de cualquier articulación o implicación prácticas. Los proyectos curriculares simplemente no son discutidos en Consejo, limitándose los representantes no docentes a constatar que existen, e incluso el Claustro no suele ir más allá de aceptar y sumar lo que propone cada ciclo, seminario o departamento. Las programaciones y memorias anuales son pasadas apresuradamente al Consejo, que las suele informar de modo favorable sin entrar en ninguna consideración de fondo. En general, los Consejos se encuentran con que sus resoluciones son ineficaces sin el Claustro o que están predeterminadas por él: por eso los profesores no los toman en serio y los padres y alumnos terminan desilusionándose de ellos.
Quinto. La dirección del centro se ha desmoronado, como institución, en favor del claustro. Con un discurso antijerárquico, el profesor ha conseguido convertirse en dueño y señor de su clase, su grupo o su aula, de los que no responde sino ante sí mismo. Es decir, en irresponsable. Nadie sabe nada del vecino ni tiene por qué informarle, ni tampoco a la Dirección, lo cual es lo más parecido al caos. A pesar de lo que diga la ley, ni la dirección ni el Consejo Escolar pueden dar un solo paso sin el Claustro, y la actividad habitual de éste consiste en asegurar que nadie lo dé, ni saque el pie de su reducto. Los directores tienen que elegir entre asumir el papel de meros administradores, sin liderazgo ni objetivos, o entrar en conflicto con sus colegas, con un alto coste personal y dudosos resultados: por eso nadie quiere ser director. La clase de profesional y de persona que acepta desempeñar este cargo así concebido no es necesariamente la misma que se ofrecería para llevar adelante un proyecto de cierta enjundia, y la desgana con que se asume se ve parcialmente justificada por la ausencia de otras candidaturas o por el procedimiento sustitutorio de designación administrativa (que no impediría, sin embargo, presentar un proyecto a los órganos correspondientes ni solicitar una manifestación formal de su apoyo, es decir, presentar ante ellos una moción de confianza, y que se está convirtiendo en una manera de llegar a la dirección sin compromiso alguno). Como resultado, los centros son a menudo organizaciones ineficaces, a veces una mera suma de profesores, y, para el alumno, todo depende de la suerte, de quién le toque en el aula, sobre todo como profesor-tutor en la escuela primaria.
Sexto. El claustro informal (el pasillo y la sala de profesores) y, si es preciso, el formal, se encargan normalmente de enfriar los ánimos de los profesores que, por su nivel de actividad o su afán de innovación, ponen en evidencia el inmovilismo de los demás. Nadie debe destacar sobre la mediocridad ni sobre el bajo nivel de compromiso imperantes. Como resultado, la enseñanza se ha convertido, precisamente para los mejores profesionales, en un escenario sin incentivos, más bien jalonado de sinsabores, mientras campan a su antojo los que tienen una visión puramente instrumental de su trabajo. En los buenos centros sucede exactamente lo contrario: que el clima propiciado por unos objetivos compartidos, un alto compromiso moral y un buen nivel profesional es suficiente para arrastrar o, al menos, para impedir que actúen como obstáculo los elementos menos dispuestos.
Este es el papel y éstos son los logros de lo que bien podríamos llamar la quinta columna en la escuela pública, ya que su actividad roza a veces el sabotaje. Es verdad que la enseñanza pública se encuentra hoy, como cualquier otro servicio del Estado del Bienestar, bajo un fuego cruzado en el que participan el neoliberalismo, la sacralización del mercado, el gobierno de la derecha, etc., pero su principal enemigo no está fuera, sino dentro: son esos profesores para los cuales es tan sólo un lugar de trabajo, de un trabajo por el que sienten escaso entusiasmo, y que durante el último decenio han logrado, una vez tras otra, conseguir más por menos. Son ellos los que provocan que numerosas familias escapen despavoridas hacia la escuela privada, pues, como en todo proceso de migración, antes y más importante que el pull (el tirón, lo que atrae al punto de destino), está el push (el empujón, lo que repele del punto de origen). Sin embargo, eso no les impide, una y otra vez, manifestarse en defensa de lo público, pues, después de todo, lo público es suyo, y cada vez lo es más.
Para terminar de suministrar motivos a quienes, a estas alturas, ya me habrán incluido en la lista negra de los enemigos de la escuela pública o de la profesión docente, voy a añadir un intento de explicación de por qué ha sucedido esto, y lo haré nombrando tres elementos innombrables en una crítica, rozando lo políticamente incorrecto: me refiero a la feminización y la desvocacionalización de la profesión y a la irresponsabilidad acomodaticia de los sindicatos.
Es un lugar común que, en España, las mujeres se están incorporando lentamente al trabajo remunerado, extradoméstico, y que, cuando lo hacen, se ven sometidas a una doble responsabilidad que puede convertirse con facilidad en una doble jornada. Un famoso libro de los años sesenta, La familia simétrica (de M. Young y P. Willmott), defendía la idea de que ésta surgía a partir de la sustitución de la norma "varón empleado + mujer ama de casa" por la de estar ambos empleados tanto fuera como dentro del hogar (de ahí la nueva "simetría")... para admitir enseguida que, en realidad, las familias, no pasaban de dos a cuatro empleos (dos dentro y dos fuera) sino, transitoriamente, a tres (el hombre fuera y la mujer dentro y fuera). En otras palabras, es un lugar común que la división sexual del trabajo se resiste mucho más a cambiar en la esfera doméstica que en el mercado de trabajo, por lo que las mujeres de estas generaciones están cargando con un fardo histórico que las generaciones próximas no sabrán agradecerles. Esto produce, lógicamente, una búsqueda constante de empleos a tiempo parcial y una no menos constante presión por convertir en tales otros que no lo son. Naturalmente, esto se consigue de distinta manera en el sector privado y en el público: en el privado, las mujeres se ven abocadas a empleos a tiempo parcial, sí, pero también más precarios, peor pagados, sin oportunidades de promoción, etc.; en el público, por el contrario, es posible ir recortando las obligaciones, sin recortar los salarios e incluso aumentándolos, hasta producir un ajuste similar, que permita compatibilizar las dos jornadas, dentro y fuera. En este empeño colaboran, desde luego, los enseñantes varones, tal vez por unas peculiares preferencias trabajo/ocio, porque ello posibilita el pluriempleo o por no resistirse a la corriente dominante, mientras que en un sector no tan feminizado probablemente se habría producido otra dinámica bien distinta, centrada en un mayor empeño en subidas salariales aun a costa de la intensificación o prolongación del trabajo real. Lo irónico de esto es que, cada vez que el profesorado, fundamentalmente femenino, logra una nueva fiesta, otro día de suspensión de las actividades docentes por el motivo que sea, otro caso de aplicación de la jornada continua, empezar el curso un día más tarde o aplicar el horario de verano un día antes, quienes pagan el pato son ante todo, aparte de los alumnos, sus madres, que tienen que recurrir a complejos arreglos familiares, vecinales, etc. o, simplemente, limitar aún más su empleabilidad extradoméstica. Unas mujeres, las maestras, resuelven su papeleta a costa de otras —que, por cierto, son muchas más, en razón 25 a 1, aproximadamente.
Otro cambio importante en la profesión afecta al papel de la vocación en la misma
. No creo incurrir en el vicio de afirmar que cualquier tiempo pasado fue mejor si digo que la profesión docente ha dejado progresivamente de ser vocacional. Aunque no debamos engañarnos tampoco sobre lo que fue —se ha escrito abundantemente sobre el maestro como desertor de su clase social, etc.—, cabe afirmar que el magisterio y, en menor medida, el profesorado de la enseñanza secundaria se nutrieron durante decenios con personas que volcaban en él una vocación de servicio al prójimo de raíces cristianas o que, como alumnos, habían visto en la escuela una ventana al mundo, más allá de su entorno social inmediato, que deseaban abrir, a su turno, a otros —o las dos cosas. El docente no era, a menudo, sino un antiguo buen estudiante, que lo fue por encontrar en la escuela oportunidades inéditas en su medio, y que decidía mantenerse en ella como adulto porque era lo mejor que había conocido y, en cierto sentido, lo mejor que podía imaginar. Hoy, un alumno de magisterio es, con más frecuencia de la deseable, alguien cuya nota de selectividad no le permite estudiar otra carrera, y, un profesor de enseñanza secundaria, alguien que preferiría estar ejerciendo su profesión fuera de la escuela pero no ha en encontrado la manera de hacerlo. Ni están todos los que son, ni son todos los que están, desde luego, y tal vez ni siquiera sean la mayoría, pero, en todo caso, son demasiados.
Finalmente, la dinámica sindical ha contribuido de forma decisiva a esta situación
, aunque haya sido como una consecuencia no querida, como efecto perverso de una acción, en principio, dirigida a otros fines. En la dinámica de la movilización, que en la enseñanza no universitaria adopta siempre una forma asamblearia, quien quiera contar con la mayoría o aspire simplemente a ello —y todos aspiran— ha de dirigirse inevitablemente al denominador común, y otro tanto sucede en procesos como las elecciones de delegados. Ahora bien, el denominador común conduce siempre hacia abajo, generalmente hacia alguna variante de la consigna: queremos más por menos, que resulta chirriante para un grupo que se considera a sí mismo una profesión (vocacional, entregada, responsable...) y que ejerce en una institución a la que proclama un servicio público. Paradójicamente, son los mismos sindicatos que reivindican la defensa y la calidad de la escuela pública los que alientan el despertar de los elementos más corporativos, aun cuando parte de su base sea la que, por otro lado, alimenta los movimientos de renovación pedagógica y otras alternativas comprometidas y renovadoras: en la acción colectiva, el resultado agregado dista siempre notablemente de la simple suma de las voluntades individuales.
Desde luego, no todo es desolación. No es simplemente que haya excepciones, sino que hay muchos magníficos profesionales, educadores vocacionales que, con independencia de su mayor o menor conformidad con sus condiciones de trabajo, saben que el suyo es un servicio público y le entregan lo mejor de sí mismos. Es posible, incluso, que éstos sean la mayoría, pero lo característico de la situación actual de la escuela pública es que, a diferencia del periodo anterior (entre la transición política y 1988), se han visto desbordados por los otros. Igual que las malas hierbas se imponen sobre el trigo, le quitan el agua y le tapan el sol, así, los enseñantes sin vocación ni responsabilidad se imponen hoy a los que las tienen. Quizá porque no hemos sabido aplicar la vieja máxima campesina, recogida hasta en la Biblia: separar la cizaña del trigo. Desde fuera, ésta debería ser la función de la carrera docente, que hasta el día de hoy no ha pasado de ser un pío deseo de algunas fuerzas políticas reformistas rechazado sistemáticamente por el sector; desde dentro, habría de ser una de las consecuencias naturales de una profesionalidad bien entendida.