Sólo es feliz aquel que cada día
puede en calma decir: Hoy he vivido.
Que nuble el cielo Júpiter mañana
o lo esclarezca con el sol más vivo,
nunca podrá su mente poderosa
hacer que, lo que fue, ya no haya sido,
ni logrará que no esté ya acabado
lo que colmó el momento fugitivo.
Horacio, Lib. 111, oda 29
Los humanos estamos enfermos de énfasis. O quizá no propiamente enfermos sino sólo convalecientes, porque el afán enfático es algo así como un último y recurrente acceso febril que padecemos a consecuencia de largas dolencias dogmáticas anteriores: las religiones de lo absoluto, la absolutización religiosa de proyectos sociales o fórmulas científicas (las cuales al absolutizarse dejan de serio y se convierten en encantamientos). Despertamos de las religiones, descreemos de los dogmas pero no perdemos su énfasis, la nostalgia lacerante de su énfasis. El énfasis: la valoración hiperbólico de lo contingente, es decir, la magnificación arrebatada de aquello que puede ser o no ser. No entronizamos lo falso o lo insolvente, sino que convertimos en falso e insolvente aquello que entronizamos... por el hecho mismo de empeñarnos en entronizarle sin reserva ni remedio.
El énfasis distorsiona por exceso de intensidad: anula las proporciones, desvirtúa la escala humana
corno los espejos que en algunas barracas de las ferias distorsionan grotescamente la imagen que a la vez reflejan y pervierten. Lo que muestran tales espejos guarda un parecido suficientemente compro metedor con el modelo que replican, pero engañan respecto a su armonía morfológica y sus magnitudes topológicas: lo hacen a la vez reconocible e irreconocible. Lo conocemos pero de un modo tan enfático y engrandecedor que ya no podemos estar seguros de saber lo qué es... Lo antes familiar rompe allí su parentesco con nosotros, se agiganta para esclavizarmos o nos decepciona radicalmente cuando su gigantismo termina revelándose como efecto óptico. Primero apreciamos la absolutización de lo contingente, después -si nos vemos obligados por el trauma de lo real a corregir la falsa perspectiva lo despreciamos por no haber sabido responder a nuestra espera enfática de absoluto. Y repetimos la queja de Macheth contra el demonio al comprobar que nunca debió prestar credulidad enfática literal a sus vaticinios de que el bosque de Birnan subiría a la alta colina de Dunsinane, o de que hay hombres que no nacieron de su madre: también nosotros estamos dispuestos a proclamar que el diablo «miente diciendo palabras verdaderas». Ese demonio tan poco fiable que nos desconsuela es el genio maligno del énfasis desaforado.
Se acusa a nuestra época de ser incurablemente «trivial». Pero por tal trivialidad suele entenderse aquello que decepciona inmediatamente la urgencia del empeño enfatizador. Cuesta reconocer a los enfáticos que la trivialidad que se resiste a ser absolutizada es sin duda lo menos trivial de todo, aquello que guarda mejor sus proporciones. La auténtica trivialidad morbosa es convertir en necesario lo contingente, hipertrofiar como trascendental aquello cuyo encanto y significado estriba precisamente en permanecer inmanente. Lo trivial es la necesidad de poner mayúscula a todo lo que sin ella, en su brevedad efímera y conmovedora, debería suscitar tanto más nuestro aprecio y nuestro respeto: trivializando el amor en Amor, la justicia en Justicia, la democracia en Democracia, las libertades en Libertad, lo natural en Naturaleza y lo humano en Humanidad. Si nuestra época escéptica y apresurada retrocede ante las mayúsculas, bendita sea al menos por ello. Pero dudo que eso ocurra, porque aún vemos en todos los campos -políticos, sociales, artísticos, religiosos...- un afán de énfasis distorsionador capaz eventualmente de convertir en monstruoso lo hogareño y en peligroso lo útil, como sucede en esas películas en las que una arañita, una hermosa mujer o un niño se agigantan hasta transformarse en factores incontrolablemente catastróficos. Yo podría aceptar el retorno posmoderno y razonablemente debilitado de los viejos dogmas eclesiales si viese que Dios se escribe ahora con minúscula... e incluso en plural. Lo cual aún no sucede. Imponer por doquiera el énfasis se argumenta como una búsqueda de sentido para la vida o, si se prefiere así, de Sentido. Nuestros actos, nuestras instituciones, nuestros afectos tienen evidentemente sentido pero sólo un sentido contingente, como nosotros mismos. Ese sentido, concedido por lo cotidiano que apetecernos y buscamos, se nos parece demasiado para resultamos plenamente satisfactorio. Ambicionamos que los sentidos minúsculos de las cosas y gestos contingentes desemboquen en un Sentido mayúsculo, inapelable y necesario. Es decir, llegar por la vía de los sentidos contingentes y desdeñándolos hasta un Sentido superior, eterno y necesario, que esté más allá de toda contingencia y nos rescate de ella. Como tal Sentido nunca acaba de llegar (y cuando parece haber llegado se disipa en abrumadora devastación), proclamarnos absurda y vacía la existencia. Odo Marquard ha escrito muy bien, con lúcida ironía, sobre esa imposibilidad de despedimos con alivio de lo sensacional, del sentido sensacional y de la falta no menos sensacional de sentido, que emponzoña nuestras actividades y nuestros goces. Quien padece ese afán, dice Marquard, «no quiere leer, sino que quiere sentido, no quiere escribir, sino que quiere sentido, tampoco quiere trabajar, sino que quiere sentido, ni quiere holgazanear, sino que quiere sentido, ni quiere amar, sino que quiere sentido, ni quiere ayudar, sino que quiere sentido, no quiere cumplir obligaciones, sino que quiere sentido... 1... 1 no quiere familia, sino sentido, no quiere Estado, sino sentido, no quiere arte, sino sentido, no quiere economía, sino sentido, no quiere ciencia, sino sentido, no quiere compasión, sino sentido, etc. ». Y precisamente de ese modo se boicotean todas las cosas que aportan sentido limitado pero auténtico a la vida, se imposibilita su disfrute y su mejora en el turbio anhelo de un Sentido mayúsculo, sin mediaciones, que es incompatible con nuestra contingencia. La bulimia enfática de sentido convierte en sinsentido y en ceniza desdeñable el tejido mismo de lo que constituye nuestra tarea vital. Nos sentimos desdichadamente insignificantes porque transcurrimos entre significados provisionales ni más ni menos perecederos pero tan reales como nosotros mismos. Esta ansia se pretende sublime y en verdad es profundamente trivial, radicalmente trivializadora. No nos libra de ninguno de los males que nos corresponden y enturbia los bienes que podemos alcanzar. Por eso dice Marquard que deberíamos practicar una dietética del sentido y hacer una cura de adelgazamiento del énfasis... En términos filosóficos más clásicos y menos irónicos, esa dietética se resuelve en una ética y una estética de la contingencia. No meramente resignadas ante lo contingente, sino inspiradas por su transitoriedad y su incertidumbre. Santo Tomás dijo que «contingente» es lo que puede ser y también no ser, es decir, lo que eventualmente existe aunque sin ser necesariamente. Sin embargo, lo que es, en cuanto que es, pertenece imborrablemente a la existencia: podrá dejar de ser pero nunca dejará de haber sido. Su fragilidad perpetuamente amenazada, que en nada se funda ni nada justifica con plenitud de necesidad, desafía con su «ahora sí», con su «aún sí», a la nebulosa infinitud temporal que la precede y que la sigue. Ahora somos, ahora se da cuanto nos corresponde e importa, y ningún absoluto es más invulnerable que nuestra transitoria invulnerabilidad. La oda de Horacio que sirve de epígrafe a estas páginas expresa con poética concisión este profundo concepto. Sobre ello tienen que versar ética y estética, a partir de que bueno es lo que nos conviene en su contingencia y bello es la consideración gozosa de lo que manifiesta su contingencia. Ni una ni otra responden al criterio de lo absoluto pero tampoco renuncian absolutamente a proponer criterios que mantengan su razón perecedera como si mereciese no perecer. Y no pretenden poseer (ni se desesperan por no poseer) un Sentido mayúsculo, que supere y desdeñe todas las mediaciones tentativas que conocemos, sino que juegan a partir del entrecruzamiento de los múltiples sentidos que orientan nuestras actividades y configuran nuestra visión vital.
Lo contingente no es una lacra en el empeño ético y estético, sino su condición inexcusable. En ambas categoi4as básicas, la de lo bueno y la de lo bello, se incluyen la exaltación que celebra y el proyecto afanoso de conservar. Pero sólo puede celebrarse lo que llega a ser de modo admirable pudiendo no haber sido así: es absurdo celebrar lo que es cuando lo es de modo irremediable. Y ¿quién va a proponerse seriamente «conservar» lo eterno? Sólo intentamos conservar lo que podemos perder. De igual modo funciona el amor, máxima celebración de la existencia de aquello que apreciamos como conveniente y que puede desaparecer o no advenir. Siempre me ha resultado incomprensible hablar de un «amor» a Dios, porque lo necesario y eterno puede ser considerado terrible o venerado como sublime, aceptado con resignación o confianza... pero nunca verdaderamente «amado». Suponer lo contrario es blasfemar contra el verdadero amor, que se aferra con determinación temblorosa a lo que puede desvanecerse. Por tanto es lógico que quien se sabe mortal ame la vida: porque le ha llegado azarosamente y porque va a perderla sin remedio. Contra Platón, pues: nada conviene menos a lo bueno y lo bello que la inalterable eternidad. Sin contingencia, no hay ética que proteja ni estética que admire y disftute.
Baudelaire habló una vez de¡ «éxtasis de la vida y de¡ horror de la vida». Ambos se dan juntos, inseparablemente, como claves de nuestra contingencia. El precio del éxtasis es el horror; el rescate del horror es el éxtasis. Éxtasis porque la presencia actual de la realidad es irreparable e inatacable en su ciega gratuidad que nada fundamenta, pero tampoco nada puede borrar; horror porque viene de lo silencioso y lo oscuro, adonde volverá. Nada más puede pedirse, nada menos debe aceptarse. A esa plena aceptación sin condiciones ni remilgos de la vida que se manifiesta entre el parpadeo del ser y el no ser llamamos alegría. La alegría ni justifica nada ni rechaza nada: asume lo irrepetible y frágil que se le ofrece como su único campo de juego. Y se deleita en él, con gloria, con esfuerzo, con generosidad que a veces parece cruel y en el fondo, reflexivamente, resulta compasiva. La alegría es el nervio misterioso que nos vincula sin rechazo a la belleza en la estética y al bien en la ética.
La belleza de lo contingente es la que celebra tanto el temblor de lo que nos es dado como la sombra de lo que nos falta. Ni el Bien ni la Belleza son propuestas inalterables, eternas, que nos aguardan en el exterior de la caverna de esta fugacidad más asombrada que sombría en la que transcurre la peripecia que encarnamos. No suspiremos por salir de esa caverna, ni creamos a los que dicen que salieron y se ufanan de haber retornado para deslumbrarnos con lo inalcanzable. Optemos por el perfeccionamiento humildemente tentativo y resignadamente inacabable de lo que siempre nos parecerá de algún modo imperfecto, en lugar de rechazarlo con desánimo culpable o de intentar agigantarlo hasta que su enormidad inhumana nos abrume. La única forma compatible con nuestra contingencia de multiplicar los bienes que apreciamos es intercambiarlos, compartirlos, comunicarlos a nuestros semejantes para que reboten en ellos y vuelvan a nosotros cargados de sentido renovado. Es trivial la desmesura que pretende ascender cualquier significado a totalidad que rompa nuestras múltiples relaciones fragmentadas, parciales y sucesivas con quienes nos miran a los ojos desde nuestra misma estatura. En todos los prudentes miramientos para no desorbitar lo que admiramos reside precisamente lo que nos salva -ante nuestros propios ojos, al menos- de la insignificancia. Y también en no resignarnos a su rutina o su mediocridad: la aceptación gozosa de lo contingente no prohíbe luchar por la excelencia. Por excelencia no entendemos la búsqueda de ningún absoluto (lo excelente conseguido será tan contingente como lo mediocre rebasado), sino el afán de ir más allá y perfeccionar cuanto hemos logrado... aunque sin salirnos nunca de la limitación que nos define y acota el sentido a que podemos aspirar.
Al final la aspiración a lo bueno y lo bello son sólo caminos por los que transitamos forzosamente con inquietud pero no sin armonía. ¿Seremos capaces de librarlos alegremente de la contaminación enfática?
puede en calma decir: Hoy he vivido.
Que nuble el cielo Júpiter mañana
o lo esclarezca con el sol más vivo,
nunca podrá su mente poderosa
hacer que, lo que fue, ya no haya sido,
ni logrará que no esté ya acabado
lo que colmó el momento fugitivo.
Horacio, Lib. 111, oda 29
Los humanos estamos enfermos de énfasis. O quizá no propiamente enfermos sino sólo convalecientes, porque el afán enfático es algo así como un último y recurrente acceso febril que padecemos a consecuencia de largas dolencias dogmáticas anteriores: las religiones de lo absoluto, la absolutización religiosa de proyectos sociales o fórmulas científicas (las cuales al absolutizarse dejan de serio y se convierten en encantamientos). Despertamos de las religiones, descreemos de los dogmas pero no perdemos su énfasis, la nostalgia lacerante de su énfasis. El énfasis: la valoración hiperbólico de lo contingente, es decir, la magnificación arrebatada de aquello que puede ser o no ser. No entronizamos lo falso o lo insolvente, sino que convertimos en falso e insolvente aquello que entronizamos... por el hecho mismo de empeñarnos en entronizarle sin reserva ni remedio.
El énfasis distorsiona por exceso de intensidad: anula las proporciones, desvirtúa la escala humana
corno los espejos que en algunas barracas de las ferias distorsionan grotescamente la imagen que a la vez reflejan y pervierten. Lo que muestran tales espejos guarda un parecido suficientemente compro metedor con el modelo que replican, pero engañan respecto a su armonía morfológica y sus magnitudes topológicas: lo hacen a la vez reconocible e irreconocible. Lo conocemos pero de un modo tan enfático y engrandecedor que ya no podemos estar seguros de saber lo qué es... Lo antes familiar rompe allí su parentesco con nosotros, se agiganta para esclavizarmos o nos decepciona radicalmente cuando su gigantismo termina revelándose como efecto óptico. Primero apreciamos la absolutización de lo contingente, después -si nos vemos obligados por el trauma de lo real a corregir la falsa perspectiva lo despreciamos por no haber sabido responder a nuestra espera enfática de absoluto. Y repetimos la queja de Macheth contra el demonio al comprobar que nunca debió prestar credulidad enfática literal a sus vaticinios de que el bosque de Birnan subiría a la alta colina de Dunsinane, o de que hay hombres que no nacieron de su madre: también nosotros estamos dispuestos a proclamar que el diablo «miente diciendo palabras verdaderas». Ese demonio tan poco fiable que nos desconsuela es el genio maligno del énfasis desaforado.
Se acusa a nuestra época de ser incurablemente «trivial». Pero por tal trivialidad suele entenderse aquello que decepciona inmediatamente la urgencia del empeño enfatizador. Cuesta reconocer a los enfáticos que la trivialidad que se resiste a ser absolutizada es sin duda lo menos trivial de todo, aquello que guarda mejor sus proporciones. La auténtica trivialidad morbosa es convertir en necesario lo contingente, hipertrofiar como trascendental aquello cuyo encanto y significado estriba precisamente en permanecer inmanente. Lo trivial es la necesidad de poner mayúscula a todo lo que sin ella, en su brevedad efímera y conmovedora, debería suscitar tanto más nuestro aprecio y nuestro respeto: trivializando el amor en Amor, la justicia en Justicia, la democracia en Democracia, las libertades en Libertad, lo natural en Naturaleza y lo humano en Humanidad. Si nuestra época escéptica y apresurada retrocede ante las mayúsculas, bendita sea al menos por ello. Pero dudo que eso ocurra, porque aún vemos en todos los campos -políticos, sociales, artísticos, religiosos...- un afán de énfasis distorsionador capaz eventualmente de convertir en monstruoso lo hogareño y en peligroso lo útil, como sucede en esas películas en las que una arañita, una hermosa mujer o un niño se agigantan hasta transformarse en factores incontrolablemente catastróficos. Yo podría aceptar el retorno posmoderno y razonablemente debilitado de los viejos dogmas eclesiales si viese que Dios se escribe ahora con minúscula... e incluso en plural. Lo cual aún no sucede. Imponer por doquiera el énfasis se argumenta como una búsqueda de sentido para la vida o, si se prefiere así, de Sentido. Nuestros actos, nuestras instituciones, nuestros afectos tienen evidentemente sentido pero sólo un sentido contingente, como nosotros mismos. Ese sentido, concedido por lo cotidiano que apetecernos y buscamos, se nos parece demasiado para resultamos plenamente satisfactorio. Ambicionamos que los sentidos minúsculos de las cosas y gestos contingentes desemboquen en un Sentido mayúsculo, inapelable y necesario. Es decir, llegar por la vía de los sentidos contingentes y desdeñándolos hasta un Sentido superior, eterno y necesario, que esté más allá de toda contingencia y nos rescate de ella. Como tal Sentido nunca acaba de llegar (y cuando parece haber llegado se disipa en abrumadora devastación), proclamarnos absurda y vacía la existencia. Odo Marquard ha escrito muy bien, con lúcida ironía, sobre esa imposibilidad de despedimos con alivio de lo sensacional, del sentido sensacional y de la falta no menos sensacional de sentido, que emponzoña nuestras actividades y nuestros goces. Quien padece ese afán, dice Marquard, «no quiere leer, sino que quiere sentido, no quiere escribir, sino que quiere sentido, tampoco quiere trabajar, sino que quiere sentido, ni quiere holgazanear, sino que quiere sentido, ni quiere amar, sino que quiere sentido, ni quiere ayudar, sino que quiere sentido, no quiere cumplir obligaciones, sino que quiere sentido... 1... 1 no quiere familia, sino sentido, no quiere Estado, sino sentido, no quiere arte, sino sentido, no quiere economía, sino sentido, no quiere ciencia, sino sentido, no quiere compasión, sino sentido, etc. ». Y precisamente de ese modo se boicotean todas las cosas que aportan sentido limitado pero auténtico a la vida, se imposibilita su disfrute y su mejora en el turbio anhelo de un Sentido mayúsculo, sin mediaciones, que es incompatible con nuestra contingencia. La bulimia enfática de sentido convierte en sinsentido y en ceniza desdeñable el tejido mismo de lo que constituye nuestra tarea vital. Nos sentimos desdichadamente insignificantes porque transcurrimos entre significados provisionales ni más ni menos perecederos pero tan reales como nosotros mismos. Esta ansia se pretende sublime y en verdad es profundamente trivial, radicalmente trivializadora. No nos libra de ninguno de los males que nos corresponden y enturbia los bienes que podemos alcanzar. Por eso dice Marquard que deberíamos practicar una dietética del sentido y hacer una cura de adelgazamiento del énfasis... En términos filosóficos más clásicos y menos irónicos, esa dietética se resuelve en una ética y una estética de la contingencia. No meramente resignadas ante lo contingente, sino inspiradas por su transitoriedad y su incertidumbre. Santo Tomás dijo que «contingente» es lo que puede ser y también no ser, es decir, lo que eventualmente existe aunque sin ser necesariamente. Sin embargo, lo que es, en cuanto que es, pertenece imborrablemente a la existencia: podrá dejar de ser pero nunca dejará de haber sido. Su fragilidad perpetuamente amenazada, que en nada se funda ni nada justifica con plenitud de necesidad, desafía con su «ahora sí», con su «aún sí», a la nebulosa infinitud temporal que la precede y que la sigue. Ahora somos, ahora se da cuanto nos corresponde e importa, y ningún absoluto es más invulnerable que nuestra transitoria invulnerabilidad. La oda de Horacio que sirve de epígrafe a estas páginas expresa con poética concisión este profundo concepto. Sobre ello tienen que versar ética y estética, a partir de que bueno es lo que nos conviene en su contingencia y bello es la consideración gozosa de lo que manifiesta su contingencia. Ni una ni otra responden al criterio de lo absoluto pero tampoco renuncian absolutamente a proponer criterios que mantengan su razón perecedera como si mereciese no perecer. Y no pretenden poseer (ni se desesperan por no poseer) un Sentido mayúsculo, que supere y desdeñe todas las mediaciones tentativas que conocemos, sino que juegan a partir del entrecruzamiento de los múltiples sentidos que orientan nuestras actividades y configuran nuestra visión vital.
Lo contingente no es una lacra en el empeño ético y estético, sino su condición inexcusable. En ambas categoi4as básicas, la de lo bueno y la de lo bello, se incluyen la exaltación que celebra y el proyecto afanoso de conservar. Pero sólo puede celebrarse lo que llega a ser de modo admirable pudiendo no haber sido así: es absurdo celebrar lo que es cuando lo es de modo irremediable. Y ¿quién va a proponerse seriamente «conservar» lo eterno? Sólo intentamos conservar lo que podemos perder. De igual modo funciona el amor, máxima celebración de la existencia de aquello que apreciamos como conveniente y que puede desaparecer o no advenir. Siempre me ha resultado incomprensible hablar de un «amor» a Dios, porque lo necesario y eterno puede ser considerado terrible o venerado como sublime, aceptado con resignación o confianza... pero nunca verdaderamente «amado». Suponer lo contrario es blasfemar contra el verdadero amor, que se aferra con determinación temblorosa a lo que puede desvanecerse. Por tanto es lógico que quien se sabe mortal ame la vida: porque le ha llegado azarosamente y porque va a perderla sin remedio. Contra Platón, pues: nada conviene menos a lo bueno y lo bello que la inalterable eternidad. Sin contingencia, no hay ética que proteja ni estética que admire y disftute.
Baudelaire habló una vez de¡ «éxtasis de la vida y de¡ horror de la vida». Ambos se dan juntos, inseparablemente, como claves de nuestra contingencia. El precio del éxtasis es el horror; el rescate del horror es el éxtasis. Éxtasis porque la presencia actual de la realidad es irreparable e inatacable en su ciega gratuidad que nada fundamenta, pero tampoco nada puede borrar; horror porque viene de lo silencioso y lo oscuro, adonde volverá. Nada más puede pedirse, nada menos debe aceptarse. A esa plena aceptación sin condiciones ni remilgos de la vida que se manifiesta entre el parpadeo del ser y el no ser llamamos alegría. La alegría ni justifica nada ni rechaza nada: asume lo irrepetible y frágil que se le ofrece como su único campo de juego. Y se deleita en él, con gloria, con esfuerzo, con generosidad que a veces parece cruel y en el fondo, reflexivamente, resulta compasiva. La alegría es el nervio misterioso que nos vincula sin rechazo a la belleza en la estética y al bien en la ética.
La belleza de lo contingente es la que celebra tanto el temblor de lo que nos es dado como la sombra de lo que nos falta. Ni el Bien ni la Belleza son propuestas inalterables, eternas, que nos aguardan en el exterior de la caverna de esta fugacidad más asombrada que sombría en la que transcurre la peripecia que encarnamos. No suspiremos por salir de esa caverna, ni creamos a los que dicen que salieron y se ufanan de haber retornado para deslumbrarnos con lo inalcanzable. Optemos por el perfeccionamiento humildemente tentativo y resignadamente inacabable de lo que siempre nos parecerá de algún modo imperfecto, en lugar de rechazarlo con desánimo culpable o de intentar agigantarlo hasta que su enormidad inhumana nos abrume. La única forma compatible con nuestra contingencia de multiplicar los bienes que apreciamos es intercambiarlos, compartirlos, comunicarlos a nuestros semejantes para que reboten en ellos y vuelvan a nosotros cargados de sentido renovado. Es trivial la desmesura que pretende ascender cualquier significado a totalidad que rompa nuestras múltiples relaciones fragmentadas, parciales y sucesivas con quienes nos miran a los ojos desde nuestra misma estatura. En todos los prudentes miramientos para no desorbitar lo que admiramos reside precisamente lo que nos salva -ante nuestros propios ojos, al menos- de la insignificancia. Y también en no resignarnos a su rutina o su mediocridad: la aceptación gozosa de lo contingente no prohíbe luchar por la excelencia. Por excelencia no entendemos la búsqueda de ningún absoluto (lo excelente conseguido será tan contingente como lo mediocre rebasado), sino el afán de ir más allá y perfeccionar cuanto hemos logrado... aunque sin salirnos nunca de la limitación que nos define y acota el sentido a que podemos aspirar.
Al final la aspiración a lo bueno y lo bello son sólo caminos por los que transitamos forzosamente con inquietud pero no sin armonía. ¿Seremos capaces de librarlos alegremente de la contaminación enfática?
PUBLICADO POR FERNANDO SAVATER, Capitulo 12 de "El valor de elegir". 2003, Barcelona: Ariel.