miércoles, 12 de septiembre de 2012

Cambio de hora, devaluación, empobrecimiento.


Paul Krugman analiza en su último libro,"¡Acabad ya con esta crisis!", la profunda depresión que atraviesa el mundo desarrollado. Este fragmento está sacado del primer capítulo que publicó El País aquí. 




Situémonos ante el siguiente ejemplo, nada hipotético: España ha vivido buena parte de laúltima década fortalecida por un gigantesco auge inmobiliario, financiado por grandes entradas de capital proveniente de Alemania. Este auge ha alimentado la inflación y ha hecho subir los sueldos españoles en relación con los de Alemania. Pero, al final, resulta que el auge estaba hinchado por una burbuja que ahora ha estallado. Ahora, España tiene que reorientar su economía, dejando a un lado la construcción y volviendo otra vez a la industria. En este punto, sin embargo, la industria española no es competitiva, porque los sueldos españoles son demasiado altos comparados con los alemanes. ¿Cómo puede recuperar España su competitividad? Una forma sería convencer a los trabajadores españoles de que acepten sueldos inferiores(o exigirles que lo hagan). Es la única vía real de la que disponer si España y Alemania comparten moneda, o si, como consecuencia de una directriz política no modificable, la moneda española se ha fijado frente a la moneda alemana. Pero si España tiene su propia moneda, y está dispuesta a dejarla caer, para conservar sus sueldos le basta con devaluar la moneda. Si pasamos de 80 pesetas por marco alemán a 100 pesetas por marco, aunque los sueldos españoles en pesetas no cambien, habremos reducido de golpe los sueldos españoles un 20% en relación con los alemanes

¿Por qué tiene que ser más fácil así que si negociamos una bajada de sueldos? La mejor explicación la ofrece Milton Friedman —ni más ni menos—, quien defendió los tipos decambio flexibles en un artículo clásico de 1953 (The case for flexible exchange rates, en Essays in Positive Economics).

Decía Friedman:
La defensa de los tipos de cambio flexibles es, por curioso que parezca, casi idéntica a la del cambio de hora en verano. ¿No resulta absurdo cambiar el reloj en verano cuando se podría conseguir exactamente lo mismo si cada persona cambiase sus costumbres? Lo único que se precisa es que cada persona decida llegar a la oficina una hora antes, comer una hora antes, etc. Pero, obviamente, es mucho más sencillo cambiar el reloj que guía a todas estas personas, en lugar de pretender que cada individuo por separado cambie sus costumbres de reacción ante el reloj, por más que todos quieran hacerlo. La situación es exactamente igual a la del mercado de divisas. Es mucho más simple permitir que un precio cambie —el precio de una divisa extranjera— que confiar en que se modifique una multitud de precios que constituyen, todos juntos, la estructura interna del precio.
Sin duda, Friedman está en lo cierto. Los trabajadores siempre se muestran reticentes a aceptar recortes en sus salarios, pero sobre todo se niegan si no están seguros de que otros trabajadores vayan a aceptar otros recortes similares y que el coste de la vida vaya a rebajarse igual que bajan los costes laborales. No conozco ningún país cuyas instituciones y mercado laboral le faciliten responder a la situación que acabo de describir para España por la vía del recorte salarial generalizado. Pero los países sí pueden sufrir, y de hecho sufren, importantes disminuciones de sus sueldos relativos de forma más o menos repentina, por la vía de la devaluación de la moneda; y lo hacen con trastornos relativamente menores. Por lo tanto, fijar una moneda única implica ciertos sacrificios. De un lado, compartir moneda aumenta los rendimientos: disminuyen los costes empresariales y, es de suponer,  mejora la planificación de los negocios. Del otro, se pierde flexibilidad, lo cual puede acarrear serios problemas si llegan a producirse choques asimétricos como el hundimiento de un boom inmobiliario cuando tiene lugar solo en algunos países, no en todos.

Es difícil cuantificar el valor de la flexibilidad económica. Y es aún más difícil cuantificar los beneficios obtenidos por compartir moneda. Disponemos, no obstante, de abundantes estudios económicos sobre los criterios para determinar una zona monetaria óptima, un ecnicismo feo, pero útil, para aludir a un grupo de países que se beneficiarían de una fusión de sus monedas. ¿Qué dicen esos textos? En primer lugar, no tiene sentido que unos países compartan moneda de no ser que entre ellos exista un gran comercio. En la década de 1990, Argentina fijó el valor del peso en 1dólar estadounidense, en teoría de forma permanente, lo cual, aunque no significaba lo mismo que abandonar su moneda, se pretendía que fuese lo más parecido. Sin embargo, resultó ser una operación abocada al fracaso que terminó en devaluación e impago. Y una de las razones por las que estaba condenada al fracaso era que Argentina no mantenía un vínculo económico tan estrecho con EE UU, que solo supone el 11% de sus importaciones y el 5% de las exportaciones. Así, por una parte, cualesquiera que fuesen los beneficios obtenidos al otorgar seguridad empresarial en lo tocante al tipo de cambio dólar-peso, estos quedaron en poco porque Argentina comerciaba escasamente con EE UU. Por otra parte, Argentina estaba sometida al mismo tiempo a las fluctuaciones de otras monedas, en especial a las grandes caídas frente al dólar tanto del euro como del real brasileño, lo que implicaba precios excesivos para las exportaciones argentinas.

El que quiera leer todo el artículo tiene que ir a El País. 
Está aquí. 

Esta entrada fue elaborada con el fin de ser citada en este post del blog PATATITASPOCHAS