sábado, 30 de agosto de 2008

La idea de vigencia (Julián Marías)

La palabra «vígencia» es un término técnico de la sociología de Ortega, que encuentro difícilmente sustituible. Su origen etimológico es claro: vigencia, en el uso normal de la lengua, es el estaclo o condi- ciSn de lo vigente; lo vigente «tiene vigencia» o «es- tá en vigencia»; y lo vigente, vigens, es quod viget, lo que está bien vivo, lo que tiene, por tanto, vigor, y, en un sentido secundario, lo que está despierto, en estado de vigilia o vigilancia. En español, la palabra vigencia se usa sobre todo en lenguaje jurídico: una ley vigente es una ley que está en vigor, que tiene «fuerza de ley», que actualmente obliga; esa misma ley pierde su vigencia cuando ya no tiene esa fuerza o vigor; una ley de las Partidas es una ley, sigue siendo ley, pero no tiene vigencia, es inválida o muerta. Ortega ha introducido en el uso del término dos innovaciones: la primera es una extensión de él; en lugar de restringirlo a la esfera jurídica, lo em-



pica en todo su alcance; en segundo lugar, designa con el sustantivo «vigencia» cualquier realidad vigen- te, en cuanto es vigente; así habla de las vigencias de una época, de las varias clases de vigencias, es decir, de los contenidos vigentes, atendiendo a su condición de tales, y por tanto a su función en la vi- da colectiva.
Vigencia es, pues, lo que está en vigor, lo que tiene vivacidad, vigor o fuerza; todo aquello que encuentro en mi contorno social y con lo cual ten- go que contar. En este carácter estriba el vigor de las vigencias. Si en mí mundo social existe una realidad respecto a la cual los individuos no tie- nen que tomar posición, de la cual pueden desen- tenderse, con la que, en suma, no tienen que con- tar, no es una vigencia. En la sociedad, por ejemplo, existen individuos y grupos de indivi- duos que son vegetarianos; pero yo no tengo por qué ocuparme de ellos y de su vegetarianismo, no me es forzoso adherir o discrepar, puedo muy bien no pensar en ello, no hacerme cuestión de si el vegetarianismo es conveniente o no; esto signi- fica que no se trata de una vigencia. En cambio, tengo que contar con que otros individuos y otros grupos tienen afición al fútbol: cuando voy a tomar un autobús el día de partido encuentro que no puedo tomarlo, porque ya está ocupado por los que quieren verlo; al abrir el periódico en- cuentro numerosas páginas dedicadas a este es- pectáculo, el oficinista no me atiende porque está ocupado en predecir los resultados de los partidos de¡ domingo, si soy empresario de teatros veo que mi público es disminuido por la afición al fútbol, etc.; es decir, esta es una vigencia fren- te a la cual tengo que tomar posición, con la

cual tengo que habérmelas de un modo o de otro.
De un modo u otro, porque el que algo sea vi- gente no quiere decir que yo tenga que adherir a ello; puedo muy bien discrepar; pero ahí está lo im- portante: tengo que discrepar. Si yo no soy vegetaria- no, no discrepo de¡ vegetarianismo; simplemente no soy vegetariano, y aquí termina la historia, es de- cir, en rigor no ha empezado; del fútbol, en cambio, no tengo más remedio que ocuparme, porque, en sí mismo o en sus consecuencias, viene a mí y tengo que hacer algo con él: invitaciones a presenciar el partido, apreturas en los vehículos públicos, ausen- cia de taxis cuando me hacen falta, distracción del empleado, conversación sobre el tema por parte del peluquero, imágenes de futbolistas que me asaltan al abrir el periódico, y que me encantan o me eno- jan si tal vez prefiero hallar las de una actriz de cine o un premio Nobel; páginas de prosa que tengo que leer o saltar; términos futbolísticos que irrum- pen en el lenguaje. Al discrepar es como meíor compruebo la realidad de la vigencia, su resistencia, su coacción, a la cual me pliego o que tengo que re- chazar mediante un esfuerzo.
Esto quiere decir que el auténtico modo de reali- dad de lo social no es el simple «estar ahí», sino la presión, la coacción, la invitación, la seducción; lo característico de lo social no es el «estar» sin más, sino el estar actuando. Por eso es inmejorable la ex- presión «vigencia»: lo propio de los ingredientes que componen la vida colectiva es su vivacidad, su vigor; pero a la vez hay que subrayar que no son ac- ciones; su vigor se ejercita con su presencia, a veces con su simple inerte resistencia, como el muro que me cierra el paso.


Conviene salir al paso de un equívoco. Al decir que tengo que contar con las vigencias, podría en- tenderse que ese contar es forzosamente activo, que es un expreso atender a ellas, con conciencia clara. No hay tal. Esa actitud mía solo se da en dos casos: cuando la vigencia no es plena o cuando yo perso- nalmente discrepo de ella. En otros casos, yo cuen- to con ella en forma pasiva, siendo informado y conformado por ella, comportándome de acuerdo con ella, sometido a su influjo tan imperioso como automático. Así como estoy sujeto a la ley de la gra- vedad o a la presión atmosférica, estoy sometido a las vigencias. Habitualmente no pienso en la grave- dad o en la presión del aire, pero me comporto con- tando con ellas- no dejo el libro en el aire, porque se caería; no pongo sobre mi pie un gran peso, porque lo aplastaría; no me atrevo a transportar un piano, porque pesa demasiado; vuelo en un avión contan- do con que el aire resiste. Normalmente voy por la calle siguiendo su acera, sin pensar en ello, orienta- do en mi marcha por su previa estructura. Cuando voy a beber agua cuento con que está fría, sin haber pensado en ello ni un instante, y solo reparo en su temperatura si por azar está caliente; del mismo mo- do, cuanclo en la calle hablo a un transeúnte, cuen- to con que entenderá la lengua del país, y solo me hago cuestión de ello si por azar no está sometido a la vigencia general lingüística, que surge expresa- mente al ser incumplida.
Esto significa que estamos inclusos en un mundo social que no se compone de cosas, sino de ciertas realidades actuantes y, como veremos en seguida, misteriosas y más extrañas de lo que parece, que ejercen presión activa o pasiva, positiva o negativa, sobre nosotros y con las cuales tenemos que contar,
queramos o no, sepámoslo o no. Esta actuación de las vigencias se ejerce según ciertas líneas estructu- rales, no de un modo informe; pero, vistas las cosas desde el otro lado, lo que llamamos estructura con- siste muy principalmente en la disposición, conteni- do, intensidad y dinamismo de las vigencias. Como siempre, encontramos la imposibilidad de explicar los ingredientes aparte de la estructura, y la estruc- tura sin incluir en ella los ingredientes. Esto revela que las nociones habituales -materia y forma, indi- viduo y especie, elementos y movimientos, etC.- derivadas de] pensamiento acerca de cosas son difi- cilmente aplicables a las realidades humanas, donde a lo sumo pueden «traducirse» analogicamente y con salvedades. Si entendemos a los individuos como «cosas» que están en un «espacio», o bien a la sociedad como una gran cosa «compuesta» de ele- mentos, jamás entenderemos lo que es vida colecti- va, y por tanto será inútil intentar penetrar en una estructura social. Necesitamos poner en juego todo lo adquirido hasta ahora para esclarecer en qué consisten las vigencias y, por tanto, de qué está he- cho nuestro contorno social.

viernes, 22 de agosto de 2008

VIOLENCIA DE GÉNERO

Maltratada y enamorada.


JESÚS Neira se jugó la vida por una víctima que no quería ser salvada. Es un hombre maravilloso, dijo de su torturador, que no de su salvador, lo que introduce en este acto de heroísmo una insoportable contradicción y el terrible vacío del absurdo. Del absurdo provocado por el amor. Que algunos nieguen que esto sea amor y me quieran contar todo eso de la falta de autoestima, de la dependencia emocional y de males psicológicos semejantes, pues bien, ¿y qué es el amor en una buena parte de los casos? Destrucción y autodestrucción.
Me temo que nadie ha demostrado aún que el amor de pareja conlleve necesariamente, ni siquiera en la mayoría de los casos, equilibrio psicológico, madurez emocional y fortaleza de carácter. Todas esas cosas les ocurren a los que ya las tenían antes de enamorarse. Y dado que lo que sí está demostrado es que una parte sustancial de la humanidad no las posee jamás, hagámonos una idea de las formas que adopta eso que llamamos amor en bastantes de sus practicantes.
Esas formas, a veces, lamentables y nauseabundas, que es lo más moderado que se me ocurre para valorar la actitud de esa mujer que ha calificado de maravilloso al hombre que la ha golpeado y, lo que es peor, al hombre que ha mandado al coma a su defensor. Y que explican en buena medida la violencia de género y su persistencia a lo largo de todos los países, de todas las clases sociales y de todos los niveles educativos.
Además del machismo. O, quizá, mucho más que el machismo. El problema es que nadie quiere analizar las formas lamentables y nauseabundas del amor. Es decir, los factores estrictamente psicológicos. La única teoría explicativa que por el momento conocemos los españoles es la del machismo, que es la que repiten una y otra vez el Gobierno y todo tipo de instituciones políticas dedicadas a esta tragedia. Según todos ellos, la violencia de género es consecuencia de la cultura machista, es decir, es un problema ideológico y cultural y no psicológico. Luego, una vez superado el machismo, adiós a los asesinatos de mujeres. Haga usted campañas contra el machismo, explíquelo en Educación para la ciudadanía, denúncielo en los foros políticos y la violencia de género se batirá en retirada.
Claro que si lo anterior fuera verdad, se habría podido demostrar que, a mayor desarrollo, mayor nivel de estudios y mayor nivel económico, menor violencia de género. Pero no es el caso. O no es el caso demostrado. Los escasos análisis sociológicos existentes muestran más bien que la violencia doméstica ocurre en todos los países e independientemente de la clase social, de la raza o del nivel de estudios. Así lo afirmaba, por ejemplo, una fuente tan respetable como la Comisión para la Igualdad de Oportunidades para Hombres y Mujeres del Consejo de Europa en un informe sobre los países europeos de 2002.
Y así lo ratifican los escasos estudios e informes que existen sobre la materia. Algunos incluso sugieren que los datos existentes parecen indicar una tendencia a ocultar los episodios de violencia de género entre las clases más acomodadas. En otras palabras, que, en la mayoría de los casos, las clases sociales altas actúan de forma muy diferente a como lo ha hecho, por ejemplo, esa concejal popular de Sierra de Yeguas que ha denunciado a su ex-amante violador.
O sea, machismo, sí, pero otras muchas cosas, también. Lo que ocurre es que apenas sabemos nada de esas otras cosas porque no se quieren investigar. Al menos desde las instituciones políticas. Se ha reducido la violencia de género a un problema exclusivo de machismo, a un problema ideológico. Y si a esto le añadimos todas las limitaciones impuestas por la corrección política a la hora de preguntar, saber y contar sobre la violencia de género, resulta que desconocemos casi todo sobre la cuestión. Y mantenemos la engañosa convicción de que cuando el machismo desaparezca, el odio, los celos, la pasión, la dependencia o la obsesión llevarán a pacíficos y legales procesos de divorcio o a una tirante, y, sin embargo, ordenada convivencia hasta el final de los días.
El amor será equilibrado y civilizado. Y el odio y rencor que lo sustituyan también. La paz, aunque sea tensa, habrá llegado al hogar.

publicado en ABC el 20-08-08

jueves, 21 de agosto de 2008

La edad de oro y... ¿después?

Una promesa maravillosa
Toda la noción moderna de la felicidad se apoya en una frase célebre de Voltaire, extraída de su poerna «El rnunda- no» (1736): «El Paraíso terrenal está dondequiera que vaya», fórmula matricial, generadora, que desde entonces no hemos dejado de remedar o repetir como para asegurar- nos de su verdad.' Un enunciado magnífico y perturbador, que viene a demoler siglos de mundo de segunda categoría y de ascetismo, y sobre cuya inquietante sencillez aún hay mucho que meditar. Más tarde, Voltaire, asustado como todos sus contemporáneos por el terremoto de Lisboa, rechazó este brillante optimismo, este provocativo elogio del lujo y de la voluptuosidad y, enfrentado a la crueldad gratuita de la Naturaleza y de los hombres, adoptó una acti- tud más cabizbaja: «Un día todo irá bien, ésta es nuestra esperanza. Todo va bien ahora, ésta es la ilusión».' Pero para él, el mal nunca tuvo un sentido positivo, nunca fue el precio del pecado ni la consecuencia de la Caída, y por eso es un moderno desencantado. La Ilustración y la Revolución francesa no sólo proclamaron la desaparición del peca- do original, sino que entraron en la Historia como una prome- sa de felicidad dirigida a toda la humanidad. Esta felicidad ya no es una quimera metafísica, una esperanza improbable que hay que perseguir a través de los complejos arcanos de la salvación; la felicidad está aquí y ahora, es ahora o nunca. He aquí una conmoción fundadora, un cambio del eje,

histórico: Bentham, el padre inglés del utilitarismo, pidió que se promoviera «la mayor cantidad de felicidad para el mayor número de personas»; Adam Smith vio en el deseo de los hombres de embellecer su condición una sefial divina, Locke recomendó huir de la uneasiness, la incomodidad-, en resumen, por todas partes estalló la convicción de que es razonable desear la instauración del bienestar en la tierra. Representa una maravillosa confianza en el perfecciona- miento del hombre, en su capacidad para librarse de la eter- na repetición de la desdicha, en su voluntad de crear algo nuevo, es decir, algo mejor. Confianza en los poderes cruza- dos de la ciencia, la instrucción y el comercio para hacer realidad el advenimiento de la edad de oro del género humano, para cuya llegada, según el utopista Saint-Simon, en 1814, sólo faltaban unas cuantas generaciones (fiel en este punto a la inspiración de Francis Bacon, que desde el siglo xvii acariciaba el proyecto de una ciudad ideal, la Nue- va Atlántida, gobernada por sabios). Y, finalmente, certeza de que la humanidad es la única responsable de los males que se inflige y que sólo ella puede enmendarlos, corregirlos sin recurrir a un Gran Relojero o a una Iglesia que siente cátedra desde el más allá. Es la embriagadora sensación de una aurora mesiánica, de un nuevo comienzo de los tiempos que podría transformar este valle de lágrimas en un valle de rosas. La historia embalsama en lugar de corromper, el mun- do vuelve a ser una patria común cuyo futuro importa tanto como la preocupación por el destino personal después de la muerte. Puesto que el abismo entre la humanidad y su Crea- dor no ha dejado de crecer desde la Edad Media, el hombre sólo puede contar con sus propias fuerzas para organizar su vida terrenal. Según una frase de Dupont de Nemours -que parodia el optimismo leibniziano-, toda la existencia, de principio a fin, debe ser la demostración del bien.
La esperanza de la felicidad triunfa sobre el declive de la idea de salvación y de la idea de grandeza, sobre un doble

hist¿>rico: Bentham, el padre inglés de] utilitarismo, pidió que se promoviera «la mayor cantidad de felicidad para el mayor número ¿le personas»; Adam Smith vio en el deseo de los hombres de embellecer su condición una señal divina, Locke recomendó huir de la uneasiness, la incomodidad, en resumen, por todas partes estalló la convicción de que es razonable desear la instauración de¡ bienestar en la tierra. Representa una maravillosa confianza en el perfecciona- miento del hombre, en su capacidad para librarse de la eter- na repetición de la desdicha, en su voluntad de crear algo nuevo, es decir, algo mejor. Confianza en los poderes cruza- dos de la ciencia, la instrucción y el comercio para hacer realidad el advenimiento de la edad de oro del género humano, para cuya llegada, según el utopista Saint-Simon, en 1814, sólo faltaban unas cuantas generaciones (fiel en este punto a la inspiración de Francis Bacon, que desde el siglo xvii acariciaba el proyecto de una ciudad ideal, la Nue- va Atlántida, gobernada por sabios). Y, finalmente, certeza de que la humanidad es la única responsable de los males que se inflige y que sólo ella puede enmendarlos, corregirlos sin recurrir a un Gran Relojero o a una Iglesia que siente cátedra desde el más allá. Es la embriagadora sensación de una aurora mesiánica, de un nuevo comienzo de los tiempos que podría transformar este valle de lágrimas en un valle de rosas. La historia ernbaisama en lugar de corromper, el mun- do vuelve a ser una patria común cuyo futuro importa tanto como la preocupación por el destino personal después de la muerte. Puesto que el abismo entre la humanidad y su Crea- dor no ha dejado de crecer desde la Edad Media, el hombre sólo puede contar con sus propias fuerzas para organizar su vida terrenal. Según una &ase de Dupont de Nemours -que parodia el optimismo leibniziano-, toda la existencia, de principio a fin, debe ser la demostración del bien.
La esperanza de la felicidad triunfa sobre el declive de la idea de salvación y de la idea de grandeza, sobre un doble

rechazo de la religión y del heroísmo feudal: preferimos ser felices a ser sublimes o a salvarnos. Lo que cambió tras el Renacimiento es que la estancia en la tierra, gracias a los progresos materiales y técnicos, dejó de considerarse una penitencia o una carga. Capaz de hacer retroceder a la miseria y de ser dueño de su destino, el hombre siente ate- nuarse el disgusto que se inspira a si mismo. El «áspero sabor de la vida» (Huizinga), que aumenta en toda Europa desde mitad de la Edad Media, ordena mirar con nuevos ojos, impregnados de benevolencia, nuestro hábitat; surge en todas partes una rehabilitación del instinto, «una con- quista de lo agradables (Paul Bénichou). El mundo puede dejar de ser un recinto estéril para convertirse en un jardín fértil, los placeres son reales y el dolor no resume por sí solo el conjunto de la experiencia humana (cosa que atestigua toda la tradición utopista desde Tomás Moro y Campane- ¡la). Sobre todo, hay que reconciliarse con el cuerpo: se aca- bó lo de ver en él un efímero y repugnante envoltorio del alma del que hay que desconfiar y desprenderse; a partir de ahora es un amigo, nuestro único esquife en esta tierra, nuestro más fiel compañero, al que conviene proteger, cuidar, aliviar gracias a toda clase de reglas de medicina y de higie- ne; justo lo contrario del amordazamiento, el desprecio y el olvido que predicaba la religión. Es el triunfo de la comodi- dad: la apoteosis de lo acolchado, lo forrado, lo blando, todo lo que amortigua los choques y garantiza el placer.
En suma, las sociedades occidentales se atrevieron, en contra de sus propias tradiciones, a responder al dolor con la mejora de este mundo en lugar de los consuelos del más allá. Es un gesto de audacia inaudita, que la Declaración de Independencia norteamericana se apresuró a inscribir en sus estatutos asegurando que «la vida, la libertad y la bús- queda de la felicidad» forman parte de los derechos huma- nos inalienables. La humanidad ya sólo tiene que rendir cuentas ante sí misma. Como Kant expresa con elocuencia,

rechazo de la religión y de¡ heroísmo feudal: preferimos ser felices a ser sublimes o a salvarnos. Lo que cambió tras el Renacimiento es que la estancia en la tierra, gracias a los progresos materiales y técnicos, dejó de considerarse una penitencia o una carga. Capaz de hacer retroceder a la miseria y de ser dueño de su destino, el hombre siente ate- nuarse el disgusto que se inspira a sí mismo. El «áspero sabor de la vida» (Huizinga), que aumenta en toda Europa desde mitad de la Edad Media, ordena mirar con nuevos ojos, impregnados de benevolencia, nuestro hábitat; surge en todas partes una rehabilitación de¡ instinto, «una con- quista de lo agradables (Paul Bénichou). El mundo puede dejar de ser un recinto estéril para convertirse en un jardín fértil, los placeres son reales y el dolor no resume por sí solo el conjunto de la experiencia humana (cosa que atestigua toda la tradición utopista desde Tomás Moro y Carnpane- ¡la). Sobre todo, hay que reconciliarse con el cuerpo: se aca- bó lo de ver en él un efímero y repugnante envoltorio del alma del que hay que desconfiar y desprenderse; a partir de ahora es un amigo, nuestro único esquife en esta tierra, nuestro más fiel compañero, al que conviene proteger, cuidar, aliviar gracias a toda clase de reglas de medicina y de higie- ne; justo lo contrario del amordazamiento, el desprecio y el olvido que predicaba la religión. Es el triunfo de la comodi- dad: la apoteosis de lo acolchado, lo forrado, lo blando, todo lo que amortigua los choques y garantiza el placer.
En suma, las sociedades occidentales se atrevieron, en contra de sus propias tradiciones, a responder al dolor con la mejora de este mundo en lugar de los consuelos del más allá. Es un gesto de audacia inaudita, que la Declaración de Independencia norteamericana se apresuró a inscribir en sus estatutos asegurando que «la vida, la libertad y la bús- queda de la felicidad» forman parte de los derechos huma- nos inalienables. La humanidad ya sólo tiene que rendir cuentas ante sí misma. Como Kant expresa con elocuencia,


«depende de nosotros que el presente cumpla su promesa de futuro», promesa que responde más a una «seducción» que a una prescripción, es decir, a una remodelación de nuestro planeta según los deseos humanos.' La idea de pro- greso suplanta a la de eternidad, el futuro se convierte en el refugio de la esperanza, el lugar de la reconciliación del hombre consigo mismo. En él convergen la felicidad indivi- dual y la colectiva, especialmente en el utilitarismo anglosa- jón, que pretende poner la felicidad al servicio de todo el género humano para escapar a las acusaciones de inmorali- dad de que era objeto. Según él, la acción justa siempre estaría ligada al placer, y la acción injusta al dolor. Por lo tanto, la humanidad está en constante peregrinación hacia el Bien, y el progreso moral puede «verse a veces interrum- pido, pero nunca roto» (Kant). El tiempo humano está pre- ñado de una semilla feliz, todo se vuelve posible, incluso lo que era inconcebible ayer, y esta nueva convicción es lo que anima la aspiración a una mayor justicia y una mayor igual- dad. Parece que la terrible noche medieval ha quedado atrás para siempre. Para los más exaltados, por ejemplo Condor- cet, la felicidad es sencillamente fatal, es inherente a la mar- cha triunfal del espíritu humano, ir-reversible e infalible a la vez. «Un solo instante», escribe a propósito de la Revolu- ción francesa, «ha puesto un siglo de distancia entre el hombre de hoy y el de mañana». Es imposible no desear la felicidad: es una ley natural del corazón humano, idéntica a las leyes de la materia en el mundo físico; es la réplica moral de la ley de la gravitación universal.
Las ambigüedades del Edén
Pero la tierra prometida del futuro retrocede a medida que la entrevemos, y se parece extrañamente al más allá cristiano. Se evapora cada vez que querernos retenerla,

«clepende de nosotros que el presente cumpla su promesa de futuro», promesa que responde más a una «seducción» que a una prescripción, es decir, a una remodelación de nuestro planeta según los deseos humanos.' La idea de pro- greso suplanta a la de eternidad, el futuro se convierte en el refugio de la esperanza, el lugar de la reconciliación del hombre consigo mismo. En él convergen la felicidad indivi- dual y la colectiva, especialmente en el utilitarismo anglosa- jón, que pretende poner la felicidad al servicio de todo el género humano para escapar a las acusacio 'nes de inmorali- dad de que era objeto. Según él, la acción justa siempre estaría ligada al placer, y la acción injusta al dolor. Por lo tanto, la humanidad está en constante peregrinación hacia el Bien, y el progreso moral puede «verse a veces interrum- pido, pero nunca roto» (Kant). El tiempo humano está pre- ñado de una semilla feliz, todo se vuelve posible, incluso lo que era inconcebible ayer, y esta nueva convicción es lo que anima la aspiración a una mayor justicia y una mayor igual- dad. Parece que la ter-rible noche medieval ha quedado atrás para siempre. Para los más exaltados, por ejemplo Condor- cet, la felicidad es sencillamente fatal, es inherente a la mar- cha triunfa¡ del espíritu humano, irreversible e infalible a la vez. «Un solo instante», escribe a propósito de la Revolu- ción francesa, «ha puesto un siglo de distancia entre el hombre de hoy y el de mañana». Es imposible no desear la felicidad: es una ley natural del corazón humano, idéntica a las leyes de la materia en el mundo físico; es la réplica moral de la ley de la gravitación universal.


defrauda en cuanto nos acercamos a ella. De ahí los equívo- cos de la idea de progreso: invitación al esfuerzo, al valor, esperanza de tener éxito allí donde las generaciones ante- riores han fracasado, pero también defensa de la desdicha presente en nombre de una mejora remitida a mágicas leja- nías. El mañana vuelve a ser la eterna categoría de¡ sacñfi- cio, y el optimismo histórico cobra el aspecto de una inter- minable expiación. El Ecién siempre es para después. Y la posteridad laica de¡ dolor cristiano va a ser fértil: la visión hegeliana considera que los tormentos que los pueblos sufren en el transcurso de¡ tiempo son las etapas necesarias de¡ Espíritu camino de su realización; la visión marxista celebra la violencia como generadora de la Historia y predi- ca la eliminación de las clases explotadoras para acelerar la edificación de una sociedad perfecta; la nietzscheana, que exalta la crueldad y el mal como medios para seleccionar a los más fuertes y mejorar la especie humana; y en general todas las ideologías que ordenan inmolar la parte en benefi- cio de¡ todo. Doctrinas para las que el mal es un momento de¡ bien y que ven en los más terribles tormentos una razón secreta. A partir de ahí puede justificarse cualquier calami- dad siempre que forme parte de la economía general de] universo, cada destrucción prepara una reconstrucción ulterior y la Historia se compone de los errores que poco a poco se convierten en verdades. Hay que acabar con las pesadillas: los peores hor-rores que los hombres se infligen entre sí contribuyen necesariamente al desarrollo de todos. A este respecto, la frase de Hegel vale para toda la moderni- dad: «Si por casualidad hubiera algo que el concepto fuese incapaz de asimilar y disolver, habría que considerarlo la mayor escisión, la peor desgracias .4 Cuando prolifera la angustia, descalifica todas las explicaciones y todos los sofismas, ridiculiza la pretensión de identificar lo real con lo racional. Con respecto al sufrimiento, los modernos, quieran o no, deliran tanto como sus antepasados religio-

defrauda en cuanto nos acercamos a ella. De ahí los equívo- cos de la idea de progreso: invitación al esfuerzo, al valor, esperanza de tener éxito allí donde las generaciones ante- riores han fracasado, pero también defensa de la desdicha presente en nombre de una mejora remitida a mágicas leja- nías. El mañana vuelve a ser la eterna categoría del sacrifi- cio, y el optimismo histórico cobra el aspecto de una inter- minable expiación. El Edén siempre es para después. Y la posteridad laica del dolor cristiano va a ser fértil: la visión hegeliana considera que los tormentos que los pueblos sufren en el transcurso del tiempo son las etapas necesarias del Espíritu camino de su realización; la visión marxista celebra la violencia como generadora de la Historia y predi- ca la eliminación de las clases explotadoras para acelerar la edificación de una sociedad perfecta; la nietzscheana, que exalta la crueldad y el mal como medios para seleccionar a los más fuertes y mejorar la especie humana; y en general todas las ideologías que ordenan inmolar la parte en benefi- cio del todo. Doctrinas para las que el mal es un momento del bien y que ven en los más terribles tormentos una razón secreta. A partir de ahí puede justificarse cualquier calami- dad siempre que forme parte de la economía general del universo, cada destrucción prepara una reconstrucción ulterior y la Historia se compone de los errores que poco a poco se convierten en verdades. Hay que acabar con las pesadillas: los peores horrores que los hombres se infligen entre sí contribuyen necesariamente al desarrollo de todos. A este respecto, la frase de Hegel vale para toda la moderni- dad: «Si por casualidad hubiera algo que el concepto fuese incapaz de asimilar y disolver, habría que considerarlo la mayor escisión, la peor desgracias .4 Cuando prolifera la angustia, descalifica todas las explicaciones y todos los sofismas, ridiculiza la pretensión de identificar lo real con lo racional. Con respecto al sufrimiento, los modernos, quieran o no, deliran tanto como sus antepasados religio-


sos. Y es que el sufrimiento asesta a su orgullo un golpe terri- ble: el de la omnipotencia. Sabemos que en Francia, por ejemplo, ha habido que esperar a los últimos años del si- glo xx para obligar a los médicos a aliviar los dolores de los enfermos en fase termina¡ (y a reconocer los de los recién nacidos), mientras que hasta entonces bastaba con minimi- zarlos, con tratarlos como síntomas reveladores. Pero las extraordinarias argucias de los filósofos, de los ideólogos o de los poderes activos para legitimar la desdicha tropiezan con un hecho indiscutible: las sociedades democráticas se caracterizan por una alergia creciente al sufrimiento. Que éste perdure o se multiplique nos escandaliza aún más por- que ya no podemos recurrir a Dios para consolarnos. En este aspecto, la Ilustración engendró cierto número de con- tradicciones que todavía no hemos resuelto.
Aquí abajo, sólo había que traducir las exigencias morales del cristianismo de forma embrionario. En este mundo sólo había imperfección y mediocridad, la esperan- za de la redención se remitía al más allá. Las criaturas corrientes tenían que compartir cobardías y egoísmos, los justos y los santos estaban obligados a dar testimonio de otro orden, de prodigar amor y caridad sin cuento. En otras palabras, las religiones siempre tendrán una ventaja constitutiva sobre las ideologías laicas: la inutilidad de la prueba. Las promesas que nos presentan no tienen escala humana o temporal, al contrario de nuestros ideales terrestres, obligados a plegarse a la ley de la verificación. De esta misma enfermedad murió el comunismo: del cho- que frontal entre las maravillas anunciadas y la ignominia adquirida. No basta con proclamar el Paraíso sobre la tie- rra, hay que materializarlo en forma de bienestar y atracti- vos, contando con el riesgo, siempre posible, de ftustrar las expectativas.
A este primer impedimento se añade otro. La religión no fomenta las representaciones demasiado exactas del Paraí-

sos. Y es que el sufrimiento asesta a su orgullo un golpe terri-
ble: el de la omn " otencia. Sabemos que en Francia, por tp
ejemplo, ha habido que esperar a los últimos años de¡ si- glo xx para obligar a los médicos a aliviar los dolores de los enfermos en fase termina¡ (y a reconocer los de los recién nacidos), mientras que hasta entonces bastaba con minimi- zarlos, con tratarlos como síntomas reveladores. Pero las extraordinarias argucias de los filósofos, de los ideólogos o de los poderes activos para legitimar la desdicha tropiezan con un hecho indiscutible: las sociedades democráticas se caracterizan por una alergia creciente al sufrimiento. Que éste perdure o se multiplique nos escandaliza aún más por- que ya no podemos recurrir a Dios para consolamos. En este aspecto, la Ilustración engendró cierto número de con- tradicciones que todavía no hemos resuelto.
Aquí abajo, sólo había que traducir las exigencias morales del cristianismo de forma embrionario. En este mundo sólo había imperfección y mediocridad, la esperan- za de la redención se remitía al más allá. Las criaturas corrientes tenían que compartir cobardías y egoísmos, los justos y los santos estaban obligados a dar testimonio de otro orden, de prodigar amor y caridad sin cuento. En otras palabras, las religiones siempre tendrán una ventaja constitutiva sobre las ideologías laicas: la inutilidad de la prueba. Las promesas que nos presentan no tienen escala humana o temporal, al contrario de nuestros ideales terrestres, obligados a plegarse a la ley de la verificación. De esta misma enfen-nedad murió el comunismo: del cho- que frontal entre las maravillas anunciadas y la ignominia adquirida. No basta con proclamar el Paraíso sobre la tie- rra, hay que materializarlo en forma de bienestar y atracti- vos, contando con el riesgo, siempre posible, de frustrar las expectativas.
A este primer irnpedimento se añade otro. La religión no fomenta las representaciones demasiado exactas del Paraí-

so: ese lugar de delicias absolutas donde ya no existen ni el hambre ni la sed ni la rnaldad ni el tiempo, donde los cuer- pos resucitarán dotados de una eterna juventud en mitad de una corte resplandeciente de ángeles y de santos, no podía dar lugar a una representación demasiado precisa. La Igle- sia, al contrario de las sectas milenaristas, ha interpretado siempre los textos escatológicos como alegorías, un rasgo de sensatez que vale para todos los monoteísmos: la resi- dencia divina está más allá de la imaginación humana. Constituye una suma de arrobamientos, una «visión heatífi- ca», llevados a un grado de incandescencia del que no pode- mos hacernos idea. Si alguien pudiera ver a Dios cara a cara sería fulminado de inmediato: es por naturaleza invisible,
irrepresentable, inconcebible. No podemos decir lo que es, sino lo que no es; sólo podemos hablar de él «por negación» (Dionisio el Areopagita).
La fuerza de la idea de salvación reside en su cualidad de éxtasis inefable al lado del Seíior. El pensamiento religioso tiene «por estricta condición que la salvación no debe llegar en ningún caso»,' mientras que la visión laica de la felicidad exige, al contrario, que llegue de inmediato. La desgracia del mundo profano es la de ser incapaz de tolerar la impre- cisión y las moratorias. Puede que, en este aspecto, la idea de progreso entrañe cierta sabiduría, al reconocer de modo tácito que el instante presente no agota todos los atractivos posibles. La sospecha de que si el Paraíso descendiera sobre la tierra nos procuraría, quizás, una eternidad de aburri- miento, el tácito deseo de no ver jamás completamente rea- lizados nuestros anhelos para no llevarnos una decepción, explican también la seducción del progreso: una posibilidad concedida al tiempo para que haga madurar nuevos place- res y renueve los antiguos. Otros objetos de deseo resplan- decen en el futuro. Gracias a ello, contrariamente al célebre adagio, la felicidad puede tener una historia. Ésta se resume en la manera en que cada época y cada sociedad perfilan su

visión de lo deseable y separan lo agradable de lo intolera- ble. La felicidad responde tanto al placer inmediato como a la esperanza en un proyecto capaz de revelar nuevas fuentes de alegría, nuevas perfecciones.
Perseverancia del dolor
En cuanto el objetivo de la vida ya no es el deber sino el bienestar, nos tomamos el menor disgusto como una afren- ta. Tanto en el siglo xviii como en la actualidad, la persis- tencia del sufrimiento, inagotable lepra de la especie huma- na, sigue siendo la obscenidad absoluta. El cristianismo, con gran prudencia, nunca se propuso erradicar el mal sobre la tierra, una ambición demente que hicieron suya los pelagianos y que era signo de idolatría. Pascal calificó justa- mente de loca esa voluntad del hombre de buscar perso- nalmente el remedio a sus miserias. Ahora bien, la Ilustra- ción creía en la regeneración de la especie humana a través de los esfuerzos conjugados del saber, la industria y la razón. Esta creencia no responde a un optimismo desenfre- nado, sino a una mezcla bien dosificada de cálculo y de benevolencia: es posible acabar con casi todos los males que afligen a la especie humana. Es cuestión de tiempo y de paciencia. Pero el dolor, en su infatigable retorno, desmien- te esta ilusión de una perfecta racionalización del mundo. Desde ahora le corresponde al hombre, privado de la ayuda de la Providencia, eliminarlo en la medida de sus posibili- dades; una responsabilidad tan exaltante como abrumado- ra. Había cierta comodidad nacida del pecado original, un optimismo proveniente del infierno íntimo que todos lleva-
mos dentro: éste se perdía en la nochc,,de los tiempos, se dividía entre todos nosotros y libraba al individuo de un peso que abruma a todo el género humano. A fin de cuen- tas, no extrañaba la menor tragedia: en las peores atrocida-

visión de lo deseable y separan lo agradable de lo intolera- ble. La felicidad responde tanto al placer inmediato como a la esperanza en un proyecto capaz de revelar nuevas fuentes de alegría, nuevas perfecciones.

Perseverancia del dolor
En cuanto el objetivo de 1la vida ya no es el deber sino el bienestar, nos tomarnos el menor disgusto como una afren- ta. Tanto en el siglo xviii corno en la actualidad, la persis- tencia del sufrimiento, inagotable lepra de la especie huma- na, sigue siendo la obscenidad absoluta. El cristianismo, con gran prudencia, nunca se propuso erradicar el mal sobre la tierra, una ambición demente que hicieron suya los pelagianos y que era signo de idolatría. Pascal calificó justa- mente de loca esa voluntad del hombre de buscar perso- nalmente el remedio a sus miserias. Ahora bien, la Ilustra- ción creía en la regeneración de la especie humana a través de los esfuerzos conjugados del saber, la industria y la razón. Esta creencia no responde a un optimismo desenfre- nado, sino a una mezcla bien dosificada de cálculo y de benevolencia: es posible acabar con casi todos los males que afligen a la especie humana. Es cuestión de tiempo y de paciencia. Pero el dolor, en su infatigable retorno, desmien- te esta ilusión de una perfecta racionalización del mundo. Desde ahora le corresponde al hombre, privado de la ayuda de la Providencia, eliminarlo en la medida de sus posibili- dades; una responsabilidad tan exaltante corno abrumado- ra. Había cierta comodidad nacida del pecado original, un optimismo proveniente del infierno íntimo que todos lleva- mos dentro: éste se perdía en la noche,de los tiempos, se dividía entre todos nosotros y libraba al individuo de un peso que abruma a todo el género humano. A fin de cuen- tas, no extrañaba la menor tragedia: en las peores atrocida-


des de la historia, venía a confirmar la falta primitiva y la necesidad de la expiación.
Todo cambia cuando el mal estalla sobre un fondo de confianza en la bondad humana: entonces se convierte en un fracaso, en una herejía. Ahora somos responsables de cada infracción y de cada omisión, culpables de defraudar la elevada opinión que la especie humana tiene de sí misma. ¡Atroz fragmentación! Y mientras unos intentan acabar con la desdicha en bloque, corno los revolucionarios, o detalle por detalle, como los refonnistas, nace la sospecha de que quizá semejante empresa sea ilusoria y de que la infelicidad siempre acompañará a la experiencia humana, como si fue- ra su sombra. Antes incluso de que la Revolución francesa consumara las bodas de la virtud y de¡ cadalso, antes de que desmintiera el sueño de una sociedad ideal, el siglo entero había padecido la dificil conquista de la felicidad. La gente creía empezar una cuenta atrás, creía eliminar la iniquidad, y persistía sin embargo en los mismos hábitos. Decidida- mente, el viejo mundo no quería morir. Incluso libre de los prejuicios y de la ignorancia, el espíritu humano seguía registrando una discrepancia entre los valores y los hechos. Desde ese momento, privado de sus coartadas religiosas,
el dolor ya no significa nada, nos resulta un estorbo, es como un espantoso amasijo de fealdades con el que no' sabemos qué hacer. El dolor ya no se explica, sino que se comprueba. Se convierte en el enemigo que hay que elimi- nar, puesto que desafía todas nuestras pretensiones de esta- blecer un orden racional sobre la tierra. Lo que antes gene- raba redención, ahora genera reparación. Pero a causa de una extraña paradoja cuyas consecuencias no dejan de incrementarse, cuanto más tratamos de exterminarlo, más prolifera y se multiplica. Todo lo que resiste al claro poder de] entendimiento, a la satisfacción de los sentidos, a la pro- pagación del progreso recibe el nombre de sufrimiento: la sociedad de la felicidad proclamada se convierte poco a

des de la historia, venía a confirmar la falta primitiva y la necesidad de la expiación. Todo cambia cuando el mal estalla sobre un fondo de confianza en la bondad humana: entonces se convierte en un fracaso, en una herejía. Ahora somos responsables de cada infracción y de cada omisión, culpables de defraudar la elevada opinión que la especie humana tiene de sí misma. ¡Atroz fragmentación! Y mientras unos intentan acabar con la desdicha en bloque, como los revolucionarios, o detalle por detalle, como los reformistas, nace la sospecha de que quizá semejante empresa sea ilusoria y de que la infelicidad siempre acompañará a la experiencia humana, como si fue- ra su sombra. Antes incluso de que la Revolución francesa consumara las bodas de la virtud y de] cadalso, antes de que desmintiera el sueño de una sociedad ideal, el siglo entero había padecido la dificil conquista de la felicidad. La gente creía empezar una cuenta atrás, creía eliminar la iniquidad, y persistía sin embargo en los mismos hábitos. Decidida- mente, el viejo mundo no quería morir Incluso libre de los prejuicios y de la ignorancia, el espíritu humano seguía registrando una discrepancia entre los valores y los hechos. Desde ese momento, privado de sus coartadas religiosas,
el dolor ya no significa nada, nos resulta un estorbo, es como un espantoso amasijo de fealdades con el que no' sabemos qué hacer. El dolor ya no se explica, sino que se comprueba. Se convierte en el enemigo que hay que elimi- nar, puesto que desafía todas nuestras pretensiones de esta- blecer un orden racional sobre la tierra. Lo que antes gene- raba redención, ahora genera reparación. Pero a causa de una extraña paradoja cuyas consecuencias no dejan de incrementarse, cuanto más tratamos de exterminarlo, más prolifera y se multiplica. Todo lo que resiste al claro poder del entendimiento, a la satisfacción de los sentidos, a la pro- pagación del progreso recibe el nombre de sufrimiento: la sociedad de la felicidad proclamada se convierte poco a

poco en una sociedad obsesionada por la angustia, perse- guida por el miedo a la muerte, a la enfermedad, a la vejez. Bajo una máscara sonriente, descubre por todas partes el olor irreparable del desastre. Apenas emancipado de la esclavitud moralizadora, el placer se da cuenta de su fragilidad y tropieza con un obs- táculo mayor: el aburrimiento. Para disfrutar con toda tran- quilidad no basta con barrer tabúes y temores. La felicidad responde a una economía, unos cálculos, unos pesos, nece- sita tanto variedad como contrastes. La satisfacción tiene sobre ella un efecto tan fatal corno el irnpedimento. Una vez más, Voltaire, pionero y crítico a la vez, parece haberío dicho todo sobre el tema. El hombre, escribe en Cándido, está a caballo «entre las convulsiones de la inquietud y el letargo del aburrimientos. Y Julie va todavía más lejos en La nueva Eloísa: «No veo a mi alrededor otra cosa que moti- vos de contento, y no estoy contenta [ ... 1 soy demasiado feliz y me aburro» (sexta parte, carta VIII). Son frases escandalosas que ponen en tela de juicio la euforia oficial sin llegar a rechazarla: la felicidad no es delicada por sucumbir bajo el peso de las prohibiciones, sino por agotar- se en sí misma en cuanto se le da libre curso. Y precisarnen- te a partir del siglo xviii, la felicidad y la vacuidad caminan cogidas de la mano (formando una pareja que la Antigüe- dad ya había asociado). @ _:i@
En resumen, apenas bautizada, la felicidad tropieza con dos obstáculos: se diluye en la vida ordinaria y se cruza en todas partes con el terco dolor. En ciertos aspectos, la Ilus- tración se propuso un objetivo desmesurado: estar a la altu- ra de lo mejor que tiene el cristianismo. Robar a las religio- nes sus prerrogativas para hacerlo mejor que ellas, fue y sigue siendo el proyecto de la modernidad. Y las grandes ideologías de los dos últimos siglos (marxismo, socialismo, fascismo, liberalismo) tal vez sólo hayan sido sustitutos terrenales de las grandes confesiones, para que la desdicha
humana conservara un mínimo sentido, sin el cual sería sencillamente insoportable. Por lo tanto, la modernidad sigue obsesionada por lo mismo que pretende haber supera- do. Lo que había que abandonar y dejar atrás vuelve a angustiar a las generaciones actuales como lo harían un remordimiento o una nostalgia. Por eso, como decía genial- mente Chesterton, el mundo contemporáneo está «lleno de ideas cristianas que se han vuelto locas». La felicidad es una de estas ideas. Por lo menos el siglo xviii no fue el siglo del bienestar arrogante, sino del bienestar frágil, de la sensibilidad siempre a flor de piel que se conmovía por no encontrar en lo real lo que esperaba de él. El siglo xx no ha tenido esta prudencia.

miércoles, 20 de agosto de 2008

LA TRANSFIGURACIÓN DE LA RUTINA

¿Qué es una costumbre? Es una técnica para economizar energía. Se deriva del principio de conservación: no tener que volver a hacerlo todo cada mañana, crear reflejos para absor- ber el incidente, lo particular. Una vida sin reglas sería una pesadilla, ya que éstas, al convertirse en una segunda naturale- za, nos ahorran los esfuerzos repetidos. Ellas nos permiten dominar un arte o un oficio que al principio nos descorazona. Nos apegamos a las costumbres porque imprimen su ritmo a la existencia, porque constituyen su columna vertebral. No son un simple murrnullo de fondo, también dan testimonio de nuestra fidelidad a nosotros mismos. Renegar de ellas seria renegar de sí. El mayor arte no sólo consiste en romper con una rutina, sino en hacer malabarismos con otras tantas para no depender de ninguna. Y no hacen falta muchas viejas cos- tumbres para inventar una nueva. Eso se llatna renacimiento.
Hay, igualmente, una voluntad de repetición cuya última anagaza consiste en volverse invisible, en pasar desapercibida justo cuando domina por completo. En ella, a fuerza de regre- sar a lo idéntico, el tiempo desaparece. Obsesionado por la ori- ginalidad, Occidente cultiva una imagen demasiado negativa de lo repetitivo. Hay culturas en las que el retorno de un mismo tema, como en la música árabe o en la india, o la inmovilidad de una nota indefinidamente sostenida, terminan provocando diferencias imperceptibles. Estas melodías, que en apariencia son enloquecedoramente monótonas, están compuestas de variaciones ínfimas. Compiten con el silencio y nos hipnotizan gracias a su manera singular de avanzar sin moverse del sitio.
En definitiva, lo que acaba con la vida no es la regularidad, sino nuestra incapacidad para convertirla en un arte de vivir que espiritualice lo perteneciente al orden biológico y eleve el mornento más insignificante a rango de ceremonia. Quizás es eso lo que distingue a ambas mitades del mundo occidental, aunque tiendan a aproximarse. Los norteamericanos, como buenos utilitaristas, creen en la felicidad, la han incluido en su Constitución y están dispuestos a enseñársela y pi prescribírsela a todo el mundo. Mientras que los europeos, más escépticos, prefieren los placeres y sobre todo el trato social que, modela- do por una larga tradición, forma una especie de urbanidad colectiva capaz de integrar alegrías y tristezas.
Consideremos la oposición entre fast food, principio de ali- mentación rápida, solitaria y barata, y gastronomía, principio de degustación comunitaria que consume una gran cantidad de tiempo. Son dos maneras de entender la duración: o matar- la abreviando lo que se repite, o hacer de ella una aliada ele- vándola al rango de liturgia. La primera es signo de una socie- dad de servicios articulada en torno a la comodidad y la inme- diatez; la segunda, de una sociedad de costumbres que ve sus usos y su patrimonio como tesoros de inteligencia y elegancia que sería un crimen olvidar. El encanto de¡ viejo mundo es la diversidad de sus culturas, que resisten a la nivelación global. El magnetismo del nuevo es el reflejo de innovación sisternáti- ca. Aquí, nacer significa tener predecesores, detentar el saber de un largo tiempo, allí es anular lo precedente y saltar hacia la tierra prometida del futuro.
La verdad es que las dos soluciones nos tientan y que nos gustaría disfrutar de los placeres del pasado sin sus obligaciones, de las ventajas del presente restándoles su empobrecimiento. Hijos de un linaje mixto, vacilamos entre la nostalgia del ritual y los fantasmas de la simplificación a gran escala.

jueves, 14 de agosto de 2008

LITIO E INTERÉS FARMACEÚTICO

Breve resumen de lo anterior: Algunas investigaciones indican que el litio puede ser bueno para los enfermos con trastorno bipolar.
Por fin, en 1954, un psiquiatra danés llamado Mogens Schou administró litio a una serie de enfermos maníacos y confirmó todas las observaciones de Cade. A partir de entonces, Schou abogó por el empleo del litio para el tratamiento de la manía; su uso empezó a difundirse por Europa. Pese a este reconocimiento, la droga tardó en alcanzar popularidad, especialmente en los Estados Unidos. Quizá la economía de la industria farmacéutica haya influido en ello. Los principales medicamentos antiesquizofrénicos y antidepresivos vigentes en psiquiatría a mediados de los años cincuenta eran todos productos químicos patentados. Significaba ello que cada droga solamente podía ser vendida por la firma comercial que detentaba su patente, cosa que garantizaba considerables beneficios a la empresa en cuestión. Ahora bien, siendo el Litio un metal harto conocido, no era patentable. Así, no es de extrañar que las más importantes compañías farmacéuticas se mostraran reacias a gastar los muchos millones de dólares que cuestan los estudios toxicológicos y los controles clínicos imprescindibles para que un producto farmacéutico pueda ser puesto a la venta. Hasta mediados de los años sesenta no se comercializó en los Estados Unidos y otros países el sitio, beneficiando por fin a cientos de miles de enfermos afligidos de manía. No está claro el motivo por el que las compañías fabricantes superaron su inicial renuencia a comercializar la droga. Un factor que contribuiría a ello sería, presumiblemente, el imperativo moral de proporcionar una medicación que ya era sabido que aliviaba una enfermedad grave. En cualquier caso, aunque el litio no sea una fuente de grandes ganancias, es con todo un producto provechoso para las compañías que lo venden.
"Drogas y cerebro" Solomon H. Snyder. Editorial Prensa Científica.

miércoles, 13 de agosto de 2008

RUBALCABA, EL XENÓFOBO por Edurne Uriarte

NO soy yo la que acusa al ministro Rubalcaba de xenófobo. Al contrario, estoy completamente de acuerdo con sus declaraciones del jueves pasado y no les veo la xenofobia por ninguna parte. Ni un pero, ni siquiera un matiz pretendo añadir a lo afirmado por el ministro: «Si somos laxos y no repatriamos a nadie, esa avalancha no hay quien la pare». El título de este artículo no refleja, por lo tanto, mi valoración sino la realizada por el PSOE sobre este tipo de afirmaciones hasta el pasado 9 de marzo. Hasta entonces, a lo dicho por Rubalcaba, el PSOE lo tildaba de xenofobia.
NO soy yo la que acusa al ministro Rubalcaba de xenófobo. Al contrario, estoy completamente de acuerdo con sus declaraciones del jueves pasado y no les veo la xenofobia por ninguna parte. Ni un pero, ni siquiera un matiz pretendo añadir a lo afirmado por el ministro: «Si somos laxos y no repatriamos a nadie, esa avalancha no hay quien la pare». El título de este artículo no refleja, por lo tanto, mi valoración sino la realizada por el PSOE sobre este tipo de afirmaciones hasta el pasado 9 de marzo. Hasta entonces, a lo dicho por Rubalcaba, el PSOE lo tildaba de xenofobia.
Bien es verdad que ya por esas fechas Zapatero había comenzado a hablar de expulsar a todos los ilegales. Pero como él lo llamaba «devolverlos con dignidad», el efecto era el mismo que el de la paz con ETA, las misiones solidarias del ejército o la desaceleración económica. La izquierda establecía una clara frontera lingüística con la derecha. Y en virtud de la diferencia entre expulsar y devolver, que es algo así como la diferencia entre negociación y diálogo o entre trasvase y conducción temporal, la izquierda estableció que lo suyo era tolerancia y lo de la derecha, xenofobia.
Y no sólo la izquierda política. Igualmente la universitaria, que, en la enésima demostración de que en la Universidad hay más o menos la misma carga ideológica que en el Parlamento y, por supuesto, que en los medios de comunicación, publicó unos días antes de las elecciones un manifiesto firmado por 127 profesores en contra del PP y de «su discurso xenófobo».
Añadían los firmantes universitarios que la mayoría de ellos eran expertos académicos en inmigración. Lo que nos da una idea de cómo anda el saber académico de rigor, objetividad y método científico. Y, sobre todo, de cómo anda de ideología. Muy sobrada en algunas áreas, como la inmigración. El concepto de xenofobia tal como es utilizado por muchos académicos es un ejemplo.
Resulta que ese concepto de xenofobia coincide milimétricamente con todo lo establecido por la izquierda política. O sea, que va de los partidos a la Universidad y no al revés. Y prescribe, por ejemplo, que es xenofobia toda oposición a los derechos políticos de los inmigrantes (el voto) o el apoyo a la expulsión de los inmigrantes o la simple percepción de que la inmigración es un problema (véase, por ejemplo, La activación de la xenofobia, de María Ángeles Cea D´Ancona). Y que es tolerancia la consideración de que la inmigración no es un problema, la aceptación de la llegada de los inmigrantes y el apoyo a sus derechos sociales y también políticos.
Es decir, que la izquierda académica, al igual que la política, ha realizado una burda manipulación del concepto de xenofobia. Y ha mezclado la xenofobia, la repugnancia o el odio hacia el extranjero con la defensa de los derechos y privilegios asociados a la nacionalidad, que es de lo que se trata en esta cuestión. Puede llamársele egoísmo, incluso insolidaridad, a la defensa de esos derechos para los nacionales y su negación para los extranjeros (trabajar en un país, por ejemplo), pero no xenofobia.
Y lo que tampoco puede hacerse es añadir una segunda manipulación en virtud de la cual es la derecha la que defiende esos derechos y privilegios de la nacionalidad y su restricción para los extranjeros y no la izquierda. Porque es la izquierda igual que la derecha la que los sostiene en toda Europa. Algunos, como Zapatero, lo llaman devolver a los ilegales y otros, como Rubalcaba, lo llaman expulsar.
Como no es de esperar que la izquierda española se adapte inmediatamente al nuevo lenguaje de algunos de sus líderes, no cabe descartar que, además de llamarle xenófobo, a Rubalcaba le planteen en los próximos días la misma pregunta que le hicieron a Rajoy cuando propuso el contrato de integración y sostuvo que la inmigración era un problema: «Señor Rubalcaba ¿quién va a cuidar a sus hijos o a sus nietos?». Le responderán ellos mismos: «Pues los inmigrantes, Señor Rubalcaba, y usted, que es un xenófobo, quiere expulsarlos».
publicado en ABC 10 de agosto de 2008