sábado, 24 de noviembre de 2007

DEDICATORIAS

Aunque para buena parte de los lectores pueda pasar inadvertido, muchos de los libros que leemos están dedicados a alguien. ¿Qué esconden las dedicatorias? ¿Qué las motiva? ¿Quiénes están detrás de los nombres a los que los autores dedican sus obras?
«En general, mis dedicatorias son recuerdos a algún amigo fallecido, o bien una muestra de agradecimiento a alguna persona sin cuya contribución el libro no habría salido, o habría sido mucho más difícil -afirma Manuel Longares, que dedicó La novela del corsé a Vicente Verdú, Operación Primavera a Ricardo Cid Cañaveral y Romanticismo a Marcos-. Normalmente, dedico sin más historia. La persona a quien se lo dedicas y el autor saben por qué es, y es algo en lo que no deben intervenir terceras personas. Mi última novela, por ejemplo, se la dedico a Marcos, sencillamente. Ni siquiera digo que es mi hijo.»
Es difícil, incluso para los escritores, explicar por qué un libro está o no dedicado. Se apela a razones sentimentales, de agradecimiento o de reconocimiento. Aun así, hay grandes obras de la literatura que no tienen dedicatoria: Ulises, de Joyce; La metamorfosis, de Kafka; Muerte en Venecia, de Mann... Pero hay otras muchas que sí, y que permiten conocer datos sobre el autor, el destinatario, y sobre la propia obra. Proust, por ejemplo, dedica Por el camino de Swann al periodista francés Gaston Calmette, director de Le Figaro, asesinado por la mujer de un ministro contra el que el periódico dirigió una dura campaña, y del que amenazó con publicar una carta comprometedora. Gabriel García Márquez dedicó la edición española de Cien años de soledad a «Jomí García Ascot y María Luisa Elío», amigos que lo visitaron con frecuencia en México mientras escribía, junto al matrimonio Mutis, a quienes dedicó la edición francesa: «Pour Carmen et Álvaro Mutis».

¿Quién será? «Personalmente, me gustan mucho las dedicatorias en las que figura solamente un nombre -admite Lola Beccaria, que tiene cuatro novelas publicadas, dos dedicadas y otras dos no-. Los nombres hacen que se desate la imaginación. Te preguntas quién será esa persona, ¿una pareja? ¿un compañero? E intentas imaginar una historia completa, construirla a raíz de ese nombre. La dedicatoria es, en muchos casos, la única huella del autor, como persona, que hay en el libro. Y aunque es muy tentador construir una frase bonita, me parece un artificio, porque ahí no eres un escritor, sino una persona.» Entre las dedicatorias de Beccaria: «A mis padres», en La luna en Jorge, o «Para Carmen. Para Emejota», en Mariposas en la nieve.
En general, los destinatarios de las dedicatorias suelen ser personas cercanas al escritor: padres, hermanos, parejas y también maestros y amigos, a quienes se hace llegar un mensaje de gratitud o afecto. Muchos de estos mensajes se expresan con alguna clave que tiene que ver con la propia obra. Así, Antonio Orejudo dedicó Ventajas de viajar en tren a su mujer y a sus hijos, casi recién nacidos, con un juego relacionado con el título «A Elena, Jorge y Paula, largos recorridos». «Creo que las personas aprecian las dedicatorias como una muestra de afecto o de cariño, y por eso transijo, pero ya que es algo ñoño de por sí, prefiero ser austero y sobrio», explica.
«A mis enemigos». Hay casos en los que los dedicatarios son eliminados o sustituidos. Ocurrió con El manuscrito carmesí, de Antonio Gala. En la primera edición, de 1990, se lee: «A C. sin cuya contradictoria ayuda no se habría escrito este libro», dedicatoria que es eliminada a partir de la séptima edición. También desapareció del libro de Jardiel Poncela Espérame en Siberia, vida mía la dedicatoria a su hermana y a su hija, con las que al parecer el autor se enemistó. Y Cela cambió la de La familia de Pascual Duarte, originariamente dedicada al dramaturgo Víctor Ruiz Iriarte, por otra mucho más acorde con su personalidad: «Dedico este libro a mis enemigos, que tanto me han ayudado en mi carrera».
«Seguramente, una de las más célebres dedicatorias de la filosofía del siglo XX sea la de Ser y tiempo, de Heidegger -señala el ensayista Javier Gomá-. Decía: "A Edmund Husserl, con admiración y amistad". Husserl fue su maestro y quien le apoyó para que, a su jubilación, ocupara su cátedra. En 1941, miembro Heidegger del partido nazi, y sometido Husserl a depuración por su condición de judío, Heidegger hace desaparecer la dedicatoria en la quinta edición de su libro, en lo que es una clara rendición del filósofo ante la Historia.»
En el otro extremo están quienes no sólo no eliminan a nadie de las dedicatorias, sino que las amplían. Ocurrió con el propio Gomá. Su libro Imitación y experiencia apareció dedicado en la primera edición a su mujer y a sus hijos, dedicatoria que en la edición de bolsillo fue ampliada a su hija Casilda, que había nacido entre tanto. También lo hizo Cela en El bonito crimen del carabinero, publicado en 1947, y que fue ampliando en sucesivas ediciones, de modo que es necesario consultarlas todas para conocer cómo evoluciona.
Misteriosas iniciales. «Es cierto que muchas veces la dedicatoria contiene alguna clave, algún mensaje cifrado que los lectores no somos capaces de entender -asegura Rogelio Rodríguez Pellicer, profesor de Lengua y Literatura y autor de una tesis doctoral sobre dedicatorias impresas-. Recuerdo una, especialmente intrigante, de Pedro Mata, en Corazones sin rumbo, que estaba dedicado "A...". Pueden imaginarse las cábalas respecto a quién era el destinatario. Hay también una novela de José Luis Prado Nogueira dedicada "A X". Y otra de Mercedes Salisachs que la dedica a "T". En todo caso, no conviene olvidar que los lectores no son los receptores de las dedicatorias, sino meros espectadores de una historia, un guiño, una confesión que no se dirige a ellos.» Dentro de estas dedicatorias pretendidamente oscuras, puede citarse la de Julian Barnes en Arthur & George: «A P. K.»
En el otro extremo, los escritores que hacen de la dedicatoria una declaración pública de simpatías y afectos. Onetti, en Juntacadávere, escribe: «Para Susana Soca: por ser la más desnuda forma de la piedad que he conocido; por su talento»; Mario Vargas Llosa, en Conversaciones en La Catedral: «A Luis Loayza, el borgiano del Petit Thouars, y a Abelardo Oquendo, el Delfín, con todo el cariño del sastrecillo valiente, su hermano de entonces y de todavía».
«Salvo que alguien me convenza de lo contrario, los escritores latinoamericanos se distinguen claramente como los grandes dedicadores -sostiene Juan Carlos Bondy, escritor y periodista peruano, autor de un blog sobre la creación literaria-. La mejor dedicatoria que he leído en mi vida la escribió Alfredo Bryce en La última mudanza de Felipe Carrillo: "A Luis León Rupp, a quien siempre recibo en mi casa con una etiqueta negra en el whisky y el corazón en la mano". Otra de Bryce que me parece estupenda está en La vida exagerada de Martín Romaña: "A Sylvie Lafaye de Micheaux, porque es cierto que uno escribe para que lo quieran más". Tampoco están nada mal la de Sabato en El túnel: "A la amistad de Rogelio Frigeiro, que ha resistido todas las vicisitudes de las ideas"; o la de García Márquez, fulminante, en El amor en los tiempos del cólera: "A Mercedes, por supuesto".»
Hospital de sangre. La lista de curiosidades es interminable. Gesualdo Bufalino dedica Perorata del apestado «A quien lo sabe», y Félix Duque Historia de la filosofía moderna. La era de la crítica a su perro, «Argos, el único ser que no me ha abandonado en mi furioso teclear». También Claudio Rodríguez dedicó un libro a Sirio, el perro de Aleixandre, como Arrabal, que mencionó en una de sus dedicatorias a su perrita Blanca. «Se han dedicado libros a un bar, a una ciudad, lo hizo Delibes en El hereje, dedicado a Valladolid; a un ascensor, a un árbol -enumera Rogelio Rodríguez-. Recuerdo una dedicatoria de Miguel Sáinz a su pierna derecha, y otra de Miguel Hernández al muro de un hospital de sangre, y recuerdo una muy simpática de Álvaro de la Iglesia que dice: "A mí, con todo el afecto, de yo".»
Pocos problemas tiene, para dedicar, Enrique Vila-Matas. A poco que se pase revista a sus libros, se puede comprobar que El viaje vertical, París no acaba nunca, El mal de Montano, Bartebly y compañía y Doctor Pasavento tienen, exactamente, la misma dedicatoria: «A Paula de Parma». Sin embargo, en su último libro, Exploradores del abismo, matiza: «A Paula de Parma, molto vivace». Está flaqueando.

Publicado en ABCD 10 al 16 de Noviembre. Por Jesús Marchamalo.

viernes, 23 de noviembre de 2007

TODAS ÍBAMOS A SER REINAS (Gabriela Mistral)

Todas íbamos a ser reinas,
de cuatro reinos sobre el mar:
Rosalía con Efigenia
y Lucila con Soledad.

En el valle de Elqui, ceñido
de cien montañas o de más,
que como ofrendas o tributos
arden en rojo y azafrán.

Lo decíamos embriagadas,
y lo tuvimos por verdad,
que seríamos todas reinas
y llegaríamos al mar.

Con las trenzas de los siete años,
y batas claras de percal,
persiguiendo tordos huidos
en la sombra del higueral.

De los cuatro reinos, decíamos,
indudables como el Korán,
que por grandes y por cabales
alcanzarían hasta el mar.

Cuatro esposos desposarían,
por el tiempo de desposar,
y eran reyes y cantadores
como David, rey de Judá.

Y de ser grandes nuestros reinos,
ellos tendrían, sin faltar,
mares verdes, mares de algas,
y el ave loca del faisán.

Y de tener todos los frutos,
árbol de leche, árbol del pan,
el guayacán no cortaríamos
ni morderíamos metal.

Todas íbamos a ser reinas,
y de verídico reinar;
pero ninguna ha sido reina
ni en Arauco ni en Copán...

Rosalía besó marino
ya desposado con el mar,
y al besador, en las Guaitecas,
se lo comió la tempestad.

Soledad crió siete hermanos
y su sangre dejó en su pan,
y sus ojos quedaron negros
de no haber visto nunca el mar.

En las viñas de Montegrande,
con su puro seno candeal,
mece los hijos de otras reinas
y los suyos nunca-jamás.

Efigenia cruzó extranjero
en las rutas, y sin hablar,
le siguió, sin saberle nombre,
porque el hombre parece el mar.

Y Lucila, que hablaba a río,
a montaña y cañaveral,
en las lunas de la locura
recibió reino de verdad.

En las nubes contó diez hijos
y en los salares su reinar,
en los ríos ha visto esposos
y su manto en la tempestad.

Pero en el valle de Elqui, donde
son cien montañas o son más,
cantan las otras que vinieron
y las que vienen cantarán:

-"En la tierra seremos reinas,
y de verídico reinar,
y siendo grandes nuestros reinos,
llegaremos todas al mar."

GABRIELA MISTRAL

lunes, 19 de noviembre de 2007

PENSAR DIFERENTE

Sir Ernest Rutherfort, presidente de la Sociedad Real Británica y ganador del premio Nobel de Química en 1.908, contaba la siguiente anécdota:

Hace algún tiempo, recibí la llamada de un colega. Estaba a punto de poner un cero a un estudiante por la respuesta que había dado a una pregunta de física, a pesar de que éste afirmaba con rotundidad que su respuesta era absolutamente acertada.

Profesor y estudiante acodaron pedir arbitraje de alguien imparcial, y yo fui el elegido.Leí la pregunta del examen, y decía: "Demuestre cómo es posible determinar la altura de un rascacielos con la ayuda de un barómetro".

El estudiante había respondido: "Lleva el barómetro a la azotea del edifico, y átale una cuerda muy larga. Descuélgalo hasta la base del edificio, marca y mide. La longitud de la cuerda es igual a la altura del edificio".

Realmente, el estudiante había planteado un serio problema con la reclamación de su nota, puesto que había respondido a la pregunta completa y correctamente.Por otro lado, si se le concedía la máxima puntuación debida, podría alterar el promedio de su año de estudios, obtener una nota más alta, y así certificar su alto nivel en física; pero la respuesta no confirmaba que el estudiante tuviera ese nivel.

Sugerí que se le diera al alumno otra oportunidad. Le concedí seis minutos para que me respondiera a la misma pregunta, pero esta vez con la advertencia de que en la respuesta debía mostrar sus conocimientos de física.

Habían pasado cinco minutos, y el estudiante no había escrito nada. Le pregunté si deseaba marcharse, pero me contestó que tenía muchas respuestas al problema; su dificultad era elegir la mejor de todas.

Me excusé por interrumpirle y le rogué que continuara.En el minuto que quedaba, escribió la siguiente respuesta:Coge el barómetro y lánzalo al suelo desde la azotea del edificio, calcula el tiempo de caída con un cronómetro.
Después se aplica la fórmula y así obtenemos la altura del edificio.
X= 0,5 x a x t2 (t2= t al cuadrado)
X= altura del edificio.
a= aceleración de la gravedad.
t= tiempo empleado en la caída.

En este punto le pregunté a mi colega si el estudiante se podía retirar.Le dio la nota más alta que podía otorgarle.Tras abandonar el despacho de mi colega, me reencontré con el estudiante y recordé que tenía varias respuestas para la pregunta, así que le pedí que me las contara.

-Bueno- respondió el estudiante, -existen muchas maneras de saber la altura de un edificio con la ayuda de un barómetro.Por ejemplo, puedes coger el barómetro en un día soleado y medir la altura del barómetro y la longitud de su sombra. Si medimos a continuación la longitud de la sombra del edificio y aplicamos una simple regla de tres, obtendremos también la altura del edificio.

-Perfecto -le dije-, ¿y de otra manera?
-Si -contestó-, éste es un procedimiento muy básico para medir un edificio, pero también sirve. En este método, coges el barómetro y te sitúas en las escaleras del edificio en la planta baja. Según vas subiendo las escaleras, vas marcando la altura del barómetro y cuentas el número de marcas hasta la azotea. Multiplicas al final la altura del barómetro por el número de marcas hechas, y eso también te da la altura del edificio.

Un método muy directo."por supuesto, si lo que quiere es un procedimiento más sofisticado, puede atar el barómetro al final de una cuerda, y moverlo como si fuera un péndulo. Si calculamos que cuando el barómetro está a la altura de la azotea la gravedad es cero, y si tenemos en cuenta la medida de la aceleración de la gravedad al descender el barómetro en trayectoria circular al pasar por la perpendicular del edificio, la diferencia de estos valores, y aplicando una sencilla fórmula trigonométrica, podríamos calcular , sin duda, la altura del edificio".

"En el mismo estilo de sistema, puedes atar el barómetro con una cuerda y descolgarlo de la azotea a la calle. Usándolo como un péndulo, puedes calcular la altura midiendo su período de presesión".

"En fin, -concluyó-, existen otras muchas maneras de resolver el problema"."Probablemente la mejor sea coger el barómetro y golpear con él en la puerta de la casa del conserje. Y cuando responda a nuestra llamada decirle lo siguiente: Señor conserje, tengo aquí un bonito barómetro. Si usted me dice la altura de este edificio, se lo regalo".

En este momento de la conversación le pregunté si realmente no conocía la respuesta convencional a este problema (la diferencia de presión marcada por un barómetro en dos lugares diferentes nos proporciona la diferencia de altura entre ambos lugares). Evidentemente admitió sin dudar que la conocía, pero que durante sus estudios preuniversitarios sus profesores habían tratado de enseñarle CÓMO PENSAR.

El estudiante se llamaba Niels Bohr (1885-1962), físico danés, premio Nobel de física en 1922. Más conocido por ser el primero en proponer el modelo de átomo con protones y neutrones y los electrones que los rodeaban -la típica figura de un pequeño núcleo rodeado de tres órbitas elípticas-, fue, fundamentalmente, un innovador de la teoría cuántica..

Sir Ernest Rutherfort

martes, 13 de noviembre de 2007

PICARDÍA

CICLISMO EN GRIGNAN

Insisto en desconfiar de la casualidad, esa fachada de un establishment ontológico que se obstina en mantener cerradas las puertas de las más vertiginosas aventuras humanas, es decir que si después de leer un libro de Georges Bataille yo hubiera bebido una copa de vino en un café de Grignan, la chica de la bicicleta no se hubiera situado antes, con esa aura que cierne los instantes privilegiados; al establecer un enlace entre el libro y la escena, la memoria hubiera tejido la malla causal, la explicación simplificadora de toda cadena eslabonada por un condicionamiento favorable a la tranquilidad del espíritu y al rápido olvido. No fue así, pero primero hay que decir que Grignan se honra con el recuerdo de Madame de Sevigné, y que el cafecito con mesas al aire libre está situado a la sombra del monumento donde esta señora, pluma de mármol en la mano, sigue escribiéndole a su hija las crónicas de un tiempo al que no tenemos acceso. Dejando el auto a la sombra de un plátano, fui a descansar de tanto viraje en las colinas; me gustan esos pueblos tranquilos del mediodía, allí se sirve el vino en unas copas de vidrio espeso que la mano toma como si volviera a encontrarse con algo oscuramente familiar, una materia casi alquímica que ya no existe en las ciudades. La plazoleta estaba amodorrada, de cuando en cuando un auto o un carricoche le entornaban los ojos, y las tres amigas charlaban y reían cerca de las mesas, dos de ellas a pie y la otra en su bicicleta un poco ladeada, un modelo quizá demasiado grande para ella, un pie descansando en tierra y el otro jugando distraídamente con los pedales.Eran adolescentes, las bellas de Grignan, los primeros bailes y los últimos juegos: la ciclista, la más bonita llevaba el pelo largo, recogido como cola de caballo que se agitaba a un lado y otro con cada risa, con alguna mirada hacia las mesas del café; las otras no tenían su gracia de potranca, estaban como enclavadas en personajes ya decididos y ensayados, las burguesitas con todo el futuro escrito en la actitud; pero eran tan jóvenes y la risa les venía desde la misma fuente común, saltaba en el aire de mediodía, se mezclaba con las palabras, las tonterías, ese diálogo de las niñas que apunta a la alegría y no al sentido. Tardé en darme cuenta de por qué la ciclista me interesaba de alguna manera. Estaba de perfil, casi vuelta de espaldas por momentos, y al hablar subía y bajaba livianamente en la silla de la bicicleta; bruscamente vi. Había otros parroquianos en el café, cualquiera podía ver, las dos amigas, ella misma podía saber lo que estaba ocurriendo: me tocó a mí (y a ella, pero en otro sentido). Ya no miré más que eso, la silla de la bicicleta, su forma vagamente acorazonada, el cuero negro terminado en una punta acorazonada y gruesa, la falda de liviana tela amarilla moldeando la grupa pequeña y ceñida, los muslos calzados a ambos lados de la silla pero que continuamente la abandonaban cuando el cuerpo se echaba hacia delante y bajaba un poco en el hueco del cuadro metálico; a cada movimiento la extremidad de la silla se apoyaba un instante entre las nalgas, se retiraba, volvía a apoyarse. Las nalgas se movían al ritmo de la charla y las risas, pero era como si al buscar nuevamente el contacto de la silla la estuvieran provocando, la hicieran avanzar a su vez, había un mecanismo de vaivén interminable y eso ocurría bajo el sol en plena plaza, con gente mirando sin ver, sin comprender. Entonces era así, entre la punta de la silla y la caliente intimidad de esas nalgas adolescentes no había más que la malla de un slip y la delgada tela amarilla de la falda. Bastaban esas dos nimias vallas para que Grignan no asistiera a algo que hubiese provocado la más violenta de las reacciones, la chica seguía apoyándose y alejándose rítmicamente de la silla, una y otra vez la gruesa punta negra se insertaba entre las dos mitades del joven durazno amarillo, lo hendía hasta donde la elasticidad de la tela la dejaba, volvía a salir, recomenzaba; la charla y las risas duraban como la carta que madame de Sevigné seguía escribiendo en su estatua, la lenta cópula per angostam viam se cumplía cadenciosa, interminable, y a cada avance o retroceso el pelo en cola de caballo saltaba hacia un lado, azotando un hombro y la espalda; el goce estaba presente aunque no tuviera dueño, aunque la chica no se diera cuenta de ese goce que se volvía risa, frases sueltas, diálogo de amigas; pero algo en ella lo sabía, su risa era la más aguda, sus gestos los más exagerados, estaba como salida de sí misma, entregada a una fuerza que ella misma provocaba y recibía, hermafrodita inocente buscando la fusión conciliadora, devolviendo en follaje estremecido tanta savia primera.

Por supuesto me fui, llegué a París, y cuatro días después alguien me prestó Histoire de l´oeil de Georges Bataille; cuando leí la escena de Simone desnuda en la bicicleta, alcancé en toda su salvaje hermosura lo que tratan de alentar los primeros párrafos de este texto, tal vez demasiado ciclista.
"Ciclismo en Grignan", sacado del libro "Ultimo round", de Cortazar

CHISTE SOBRE EDUCACIÓN

pinchen en el dibujo para ampliarlo



Publicado por Puebla en ABC el día 11-11-07

sábado, 10 de noviembre de 2007

iPod party...

Bailar con las orejas

por Emili J. Blasco desde Londres


Es el “mobile clubbing”. Citas por internet congregan a grupos de jóvenes con sus iPods en lugares donde una fiesta estaría prohibida, pero nadie puede echarles porque la suya es una “party” silenciosa

LONDRES. El personal de seguridad de la Tate Modern, el principal museo de arte contemporáneo de Londres, se sorprendió de que tanta gente comenzara a concentrarse dentro del edificio al final de un viernes. Las sospechas de que algo iba a pasar se acrecentaron cuando, a punto de dar las siete de la tarde, decenas de personas rezagadas entraran corriendo para reunirse con las demás. A las 19.01 hubo la respuesta: todos comenzaron a bailar al mismo tiempo, cada uno con los auriculares de su reproductor MP3 en los oídos.
La imagen bien podía ser una instalación ideada por alguno de los artistas que exponen en la Tate: gente moviéndose a diferentes ritmos (cada cual con su propia selección de música) y en silencio. Eso les pareció a algunos visitantes que llegaron entonces al museo, conocedores de las “estravagancias” de sus galerías.
Luego, en vista del éxito de concurrencia y de que tal masa de gente no iba a ser lanzada a la calle, los congregados comenzaron a dar gritos al unísono de vez en cuando, animándose unos a otros. Y todo eso sin alcohol, pues la presencia de botellas o latas de cerveza habría aumentado el riesgo de desalojo.
Ese día fue en la Tate, otra vez anterior ocurrió a las puertas de la catedral de San Pablo, y también el vestíbulo de la estación de King's Cross ha sido escenario de esas convocatorias sorpresa. El “mobile clubbing” se ha puesto de moda para hacer amigos, bailar tu propia selección de música y hacerlo sin sentido del ridículo porque otros también se mueven sin que los demás oigan sus sones, gozar con la transgresión de montar una fiesta en un lugar insospechado, no tener que pagar entrada para divertirse y quedar con gente con la que luego marchar de convencional “clubbing”.
Una de las webs desde las que se organizan estas citas es “dontstayin.com”, página en la que luego se cargan fotografías del evento. “Ocupar vuestro sitio y sonreír a los otros 'clubbers'; en el momento en que el reloj marque las siete y un minuto, comenzad a bailar como nunca lo habíais hecho antes. Pasad la voz”, decía el mensaje previo colocado en la web. “Por fin va a haber algo digno de verse en la Tate”, advertía un tal “media barba medio dj”, mientras que “Big D” se quejaba de no poder entrar alcohol en el museo: “no a ser lo mismo sin una buena botella de tinto”.
publicado en ABC 10-11-07

CONTRA LOS BLOGS

¿Conocen ustedes el teorema de los «infinitos monos»? Si usted equipa a un número infinito de monos con un número infinito de máquinas de escribir, tarde o temprano alguno de ellos escribirá El Quijote. Este chiste académico de los evolucionistas del siglo XIX ha servido al polémico Andrew Keen para lanzar otro teorema en el siglo XXI: «Si equipamos a un número infinito de internautas con un número infinito de ordenadores sólo crearemos una masa infinita de mediocridad». Y Keen explica la razón: «Porque la inmensa mayoría de los internautas no tiene más talento que los monos».
¿Un lutero digital?. Muchos pensarán que quien ha dicho esta barbaridad debe ser un anciano que no sabe ni encender un ordenador, y que detesta todo lo que huela a internet. Se equivocan. Andrew Keen, 47 años, es uno de los pioneros de la Red. Fue incluso uno de los primeros en lanzar la Web 2.0, es decir, esa evolución de internet por la cual los internautas ya no se limitan a recibir información, sino que ahora participan, modelan e influyen en la Red.
Keen se pasa todo el día despotricando contra los blogueros que exponen sus pensamientos insulsos, contra los freakies que cuelgan en YouTube sus vídeos de aficionado, contra los que usan internet de forma anónima para ridiculizar a las personas con talento. Y por eso muchos le tachan de ciberfascista. Otros en cambio, le apodan el Lutero de la Red porque ha lanzado una gigantesca protesta contra la religión establecida.
El grito de Keen es que todos esos aficionados de internet se están cargando nuestra cultura, y así lo expone en un libro que está abriendo heridas por donde pasa: The cult of the amateur. «Mucha gente no se ha dado cuenta de las implicaciones que trae la revolución de internet, en el sentido de que está minando el trabajo de los profesionales», explica en una entrevista realizada por teléfono. «No es lo mismo un análisis serio de un profesor de universidad que el de un chaval de 14 años».
Google orwelliano. Licenciado en Historia Moderna por la Universidad de Londres, y con varios postgrados en política y filosofía, este británico se mudó a la progresista localidad californiana de Berkeley para emitir sus protestas. Y desde luego está haciendo daño porque afirma que «la democratización» de internet sólo trae mediocridad. Y Google, el gran tótem de los jóvenes del mundo, es el Gran Hermano que nos come el coco: «Google se está convirtiendo en lo que Orwell denunció en su libro 1984».
Lo más sorprendente de Keen es que en su libro despotrica sanguinariamente contra lo que pensábamos que era lo más bonito de la Red. ¿Los blogs? «Blogueamos como monos desvergonzados sobre nuestras vidas privadas, nuestra vida sexual, nuestros sueños vitales, nuestra falta de vida o nuestras segundas vidas (Second Life)». Pero todos ellos (los blogs) «están corrompiendo y confundiendo la opinión pública sobre cualquier cosa, desde la política hasta el comercio, desde el arte hasta la cultura». ¿Wikipedia? «Cualquier ser de Educación Primaria puede publicar cualquier cosa sobre cualquier asunto, desde la corriente alterna hasta el zoroastrismo? No tiene reporteros, no tiene plantilla editorial, no tiene experiencia en recopilar información. Es el ciego que guía al ciego». ¿YouTube? «Nada tan vulgar y narcisista como estos monos videográficos. Es una galería infinita de vídeos aficionados que muestran a unos locos desgraciados bailando, cantando, comiendo, lavando, comprando, conduciendo, limpiando, durmiendo, o simplemente, sentados frente a sus ordenadores».
Lo peor de todo, dice Keen, es que millones de personas como nosotros se enchufan cada día a ese sinsentido que, sin que lo sepamos, nos están convirtiendo en monos. ¿Es esa la «inteligencia colectiva» de la que se enorgullece internet?
Keen insiste en decir que todo eso está minando el trabajo de los periodistas profesionales. En su libro comenta que en las webs que recogen información votada por los internautas (Digg, Reddit) siempre aparecen en primer lugar las mayores tonterías como las bobadas de una actriz, las costumbres de los elefantes.
Toda esta filosofía crítica se le reveló a Keen en una fecha mágica para los internautas. Fue en la reunión de doscientos utopistas en los alrededores de la aldea de Sebastopol, California, en 2004, adonde acudieron con sus sacos de dormir y sus ilusiones para compartir sus fascinantes experiencias digitales. Keen era uno de ellos porque a finales de los noventa había fundado una de las primeras webs 2.0 (interactivas) dedicadas a compartir música: Audiocafe.com.
De expertos a aficionados. Fueron dos días mezclado con la turba de jóvenes internautas que habían acudido a la llamada de Tim O?Reilly, el apóstol de la tecnología de la información. Eran en teoría los chicos antiestablishment. Se dieron cuenta de que estaba naciendo un nuevo fenómeno de masas por el cual los internautas ya no serían nunca más robots pasivos ante la información, sino que ellos la producirían gracias a las nuevas tecnologías. Era un paso evolutivo. «Todos nos íbamos a democratizar con la Web 2.0». Ese era el lema del festival pues internet iba a democratizar todo: los medios de comunicación, los negocios, el gobierno, y hasta los expertos se iban a convertir en aficionados, según expresó O?Reilly.
Pero Keen se empezó a sentir mal porque se dio cuenta de que internet no iba a democratizar las canciones de Bob Dylan ni los Conciertos de Brandenburgo. Iba a traer la cacofonía. Mientras más escuchaba las opiniones narcisistas, más se hundía en el silencio. La democratización de internet, pensó Keen, «iba a minar la verdad y el talento».
Convertido desde entonces en apóstata de internet, Keen no cesa de aparecer en tertulias radiofónicas o televisadas, en periódicos y en revistas. Los apóstoles de internet le siguen llamando loco, carca y retrógrado. «Mucha gente dice que yo soy un reaccionario. Yo sólo digo que no todos los cambios tecnológicos son buenos. Lo problemático de la revolución tecnológica de ahora es que está siendo articulada por gente joven, no quiero decir que todos los jóvenes sean incapaces, pero que hay que apropiar la voz a esta revolución para justificarla y no creo que la mayoría de los jóvenes cumplan ese cometido. Lo que me preocupa es que los jóvenes internautas tienen menos formación en los medios, son menos escépticos, menos críticos»
Publicado en ABCD el día 10-11-07

Un poema de José Hierro

VIDA



Después de todo, todo ha sido nada,
a pesar de que un día lo fue todo.
Después de nada, o después de todo
supe que todo no era más que nada.

Grito «¡Todo!», y el eco dice «¡Nada!».
Grito «¡Nada!», y el eco dice «¡Todo!».
Ahora sé que la nada lo era todo,
y todo era ceniza de la nada.

No queda nada de lo que fue nada.
(Era ilusión lo que creía todo
y que, en definitiva, era la nada.)

Qué más da que la nada fuera nada
si más nada será, después de todo,
después de tanto todo para nada.

miércoles, 7 de noviembre de 2007

EL ARTE DEL PUZZLE DE GEORGES PEREC

Al principio el arte del puzzle parece un arte breve, un arte de poca entidad, contenido todo él en una elemental enseñanza de la Gestalttheonie: el objeto considerado -ya se trate de un acto de percepción, un aprendizaje, un sistema fisiológico o, en el caso que nos ocupa, un puzzle de madera- no es una suma de elementos que haya que aislar y analizar primero, sino un conjunto, es decir una forma, una estructura: el elemento no preexiste al conjunto, no es ni más inmediato ni más antiguo, no son los elementos los que determinan el conjunto, sino el conjunto el que determina los elementos: el conocimiento del todo y de sus leyes, del conjunto y su estructura, no se puede deducir del conocimiento separado de las partes que lo componen: esto significa que podemos estar mirando una pieza de un puzzle tres días seguidos y creer que lo sabemos todo sobre su configuración y su color, sin haber progresado lo más mínimo: sólo cuenta la posibilidad de relacionar esta pieza con otras y, en este sentido, hay algo común entre el arte del puzzle y el arte del go: sólo las piezas que se hayan juntado cobrarán un carácter legible, cobrarán un sentido: considerada aisladamente, una pieza de un puzzle no quiere decir nada; es tan sólo pregunta imposible, reto opaco; pero no bien logramos, tras varios minutos de pruebas y errores, o en medio segundo prodigiosamente inspirado, conectarla con una de sus vecinas, desaparece, deja de existir como pieza: la intensa dificultad que precedió aquel acercamiento, y que la palabra puzzle -enigma- expresa tan bien en inglés, no sólo no tiene ya razón de ser, sino que parece no haberla tenido nunca, hasta tal punto se ha hecho evidencia: las dos piezas milagrosamente reunidas ya sólo son una, a su vez fuente de error, de duda, de desazón y de espera.
El papel del creador de puzzles es difícil de definir. En la mayoría de los casos -en el caso de todos los puzzles de cartón en particular- se fabrican los puzzles a máquina y sus perfiles no obedecen a ninguna necesidad: una prensa cortante adaptada a un dibujo inmutable corta las placas de cartón de manera siempre idéntica: el verdadero aficionado rechaza esos puzzles, no sólo porque son de cartón en vez de ser de madera, ni porque la tapa de la caja lleva reproducido un modelo, sino porque ese sistema de cortado suprime la especificidad misma del puzzle; contrariamente a una idea muy arraigada en la mente del público, importa poco que la imagen inicial se considere fácil (un cuadro de costumbres al estilo de Vermeer, por ejemplo, o una fotografía en color de un palacio austriaco) o difícil (un Jackson Pollock, un Pissarro o -paradoja mísera- un puzzle en blanco): no es el asunto del cuadro o la técnica del pintor lo que constituye la dificultad del puzzle, sino la sutileza del cortado, y un cortado aleatorio producirá necesariamente una dificultad aleatoria, que oscilará entre una facilidad extrema para los bordes, los detalles, las manchas de luz, los objetos bien delimitados, los rasgos, las transiciones, y una dificultad fastidiosa para lo restante: el cielo sin nubes, la arena, el prado, los sembrados, las zonas umbrosas, etcétera.
Las piezas de esos puzzles se dividen en unas cuantas grandes clases, siendo las más conocidas: los muñequitos

las cruces de Lorena

y las cruces

y una vez reconstruidos los bordes, colocados en su sitio los detalles -la mesa con su tapete rojo de flecos amarillos muy claros, casi blancos, que sostiene un atril con un libro abierto, el suntuoso marco del espejo, el laúd, el traje rojo de la mujer- y separadas las grandes masas de los fondos en grupos según su tonalidad gris, parda, blanca o azul celeste, la solución del puzzle consistirá simplemente en ir probando una tras otra todas las combinaciones posibles.
El arte del puzzle comienza con los puzzles de madera cortados a mano, cuando el que los fabrica intenta plantearse todos los interrogantes que habrá de resolver el jugador, cuando, en vez de dejar confundir todas las pistas al azar, pretende sustituirlo por la astucia, las trampas, la ilusión: premeditadamente todos los elementos que figuran en la imagen que hay que reconstruir -ese sillón de brocado de oro, ese tricornio adornado con una pluma negra algo ajada, esa librea amarilla toda recamada de plata- servirán de punto de partida para una información enganosa: el espacio organizado, coherente, estructurado, significante del cuadro quedará dividido no sólo en elementos inertes, amorfos, pobres en significado e información, sino también en elementos falsificados, portadores de informaciones erroneas; dos fragmentos de cornisa que encajan exactamente, cuando en realidad pertenecen a dos porciones muy alejadas del techo; la hebilla de un cinturón de uniforme que resulta ser in extremis una pieza de metal que sujeta un hachón; varias piezas cortadas de modo casi idéntico y que pertenecen unas a un naranjo enano colocado en la repisa de una chimenea, y las demás a su imagen apenas empañada en un espejo, son ejemplos clásicos de las trampas que encuentran los aficionados.
De todo ello se deduce lo que, sin duda, constituye la verdad última del puzzle: a pesar de las apariencias, no se trata de un juego solitario: cada gesto que hace el jugador de puzzle ha sido hecho antes por el creador del mismo; cada pieza que coge y vuelve a coger, que examina, que acaricia, cada combinación que prueba y vuelve a probar de nuevo, cada tanteo, cada intuición, cada esperanza, cada desilusión han sido decididos, calculados, estudiados por el otro.»



Preámbulo de “La vida instrucciones de uso” de Georges Perec